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Agapito Maestre

¡El culto de la vida!

Me conformo con oír los aplausos de mis vecinos, confundidos con los míos, dirigidos a los sanitarios que cuidan de nuestros enfermos.

Me conformo con oír los aplausos de mis vecinos, confundidos con los míos, dirigidos a los sanitarios que cuidan de nuestros enfermos.
Una ciudadana aplaude a los enfermeros desde su casa | EFE

Las manecillas del reloj marcan las doce de la mañana. Repican las campanas de una iglesia próxima a mi lugar de trabajo. Oigo nítidamente su sonido y el silencio queda interrumpido durante unos minutos. Medito: el culto de la vida no debería hacernos olvidar nuestra fragilidad ni tampoco nuestra fortaleza. Vuelvo al trabajo. Emborrono unas páginas, pero al rato la zozobra, compañera inseparable de la esperanza, me devuelve a la lectura de los periódicos. No hay datos para el optimismo. Todo es oscuro. Ya pasó el Pleno vacío del Congreso de los Diputados. ¡Pleno vacío! Sí; y, una vez más, Sánchez habló con precipitación y sin mostrar una sola convicción. Es un profesional del embuste. Solo piensa en justificar sus barbaridades. Antes de ser interpelado, antes incluso de ser criticado, estaba defendiéndose. Su infinita vanidad le impide un comportamiento normal. Es tan vanidoso y presuntuoso como el escritor que le votó en noviembre y ahora huye despavorido ante la hecatombe que él mismo alentó. La cobardía va por barrios.

Fijémonos bien en Sánchez porque, aunque cueste reconocerlo, es el representante máximo de la mediocridad de España. Sánchez no es una excepción. Es un español típico. Es vanidoso, ególatra e irresponsable. Su comportamiento es la quintaesencia de la vida de sus votantes. Sin embargo, no creo que la vanidad de Sánchez sea superior a la de otros líderes políticos. A las alturas de esta película, titulada Miedo a la muerte, no merece la pena hacerse cargo de las infinitas especies de vanidad. Baste quedarnos con la idea de que los votantes socialistas son equiparables en maldad y, sobre todo, en desprecio al "dolor del mundo" a los votantes de los otros partidos. A todos nos da miedo el dolor. O peor, porque la vida se nos ha hecho muy fácil, creemos que no hay en ella sufrimiento, dolor y angustia. La plétora de la vida, o sea, el sentirse poseído por la vida, nos ha hecho olvidar que somos mortales. Si nuestra época ha hecho del culto a la vida un mito, entonces se nos plantea un gravísimo problema: ¿cuál es la orientación que nuestra cultura da a la muerte? Ninguna. He ahí la gran diferencia entre las culturas del pasado y la actual civilización. La muerte es simplemente negada. Se la oculta. Los tiempos que vivimos, más que extraños, o muy diferentes a los del pasado, son especialmente salvajes, no tanto porque nieguen la bienaventuranza de la otra vida, que nos ofrecen aún las grandes religiones, sino porque no admiten la precariedad de la dicha o felicidad de este mundo. Por eso, seguramente, somos incapaces de tasar el justo valor del bienestar, de los bienestares y alegrías de cada momento. Por ese camino pedregoso, lleno de abismos, desaparecen los contrastes y el genuino valor de la vida presente. Solo los que sufren, los que han sufrido mucho, saben el valor del aquí y ahora. Solo esa gente sabe lo que lleva adentro la palabra resistencia. Solo los que resisten, sí, ganan.

¡Resistir, sí, no es esperar! Pero no seré yo quien combata la entrada en nuestras habitaciones de la luz blanca "tornasolándose de verde". Lejos de mí enfrentarme a la esperanza. Sin embargo, no puedo dejar de recordar al sabio estoico de Córdoba: "Ansiamos acelerar nuestra vida, y el tedio de lo presente produce en nosotros el deseo inquieto de lo venidero". Quizá Séneca estaba en lo cierto: cuidado con el laborat presentium tedio. Quizá solo cuenta el presente precario. ¡Quién sabe! Una cosa sin embargo tengo clara: quien olvida u oculta las miserias del presente, el contraste entre la vida y la muerte, corre el peligro de no ver jamás realizada sus esperanzas. Yo solo espero la llegada de las 20:00 h. Me conformo con oír los aplausos de mis vecinos, confundidos con los míos, dirigidos a los sanitarios que cuidan de nuestros enfermos.

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