Menú
Jesús Laínz

Después del virus

Nunca se sabe, pues las imprevisibles cosas de la biología no obedecen a reglas matemáticas, pero parece que la pesadilla vírica

Nunca se sabe, pues las imprevisibles cosas de la biología no obedecen a reglas matemáticas, pero parece que la pesadilla vírica
LD

Nunca se sabe, pues las imprevisibles cosas de la biología no obedecen a reglas matemáticas, pero parece que la pesadilla vírica comienza a atenuarse en buena parte del planeta. Sea por la llegada de los primeros calores veraniegos, por los efectos del confinamiento o porque el virus comienza a reducir su virulencia, la realidad es que parece haber descendido notablemente el ritmo de contagios y fallecimientos, gracias a Dios. Aunque quizá este respiro –nunca mejor dicho– sea sólo momentáneo, puesto que habrá que ver si se recrudece cuando regrese el invierno o a causa del inevitable relajamiento de las medidas confinatorias.

Mientras no llegue –si llega– una vacuna que impida contraer la enfermedad o algún medicamento que permita pasarla sin mayores riesgos, la vuelta a la normalidad seguirá siendo un horizonte lejano y oscuro. ¿Y si no se halla ni vacuna ni cura? ¿Nos pasaremos el resto de nuestras vidas repitiendo reclusión planetaria cada equis meses? Evidentemente no sería posible, pues cambiaríamos morir de neumonía por morir de hambre. No quedaría otra solución que hacer vida normal y que la naturaleza hiciese su obra, fuese la que fuese.

Sí, lejano y oscuro será el horizonte hasta que llegue una solución médica, ya que las medidas previstas por Gobiernos y otras instituciones tan poderosas o más que ellos provocan serias sospechas sobre su eficacia y objetivos. Porque la mayor víctima de dichas medidas va a ser la libertad. ¿Nos veremos obligados a aceptar que todo vaya a estar vigilado, supervisado, registrado y observado, desde lo más razonable hasta lo más asfixiante? Por ejemplo, la paulatina presión para la desaparición del dinero en efectivo, que tanto aumentaría el control gubernamental sobre las personas, podría experimentar un empujón casi definitivo con la excusa del contagio mediante los billetes. ¿De verdad hay tanto peligro si los tocamos? Porque entonces cualquier otro objeto de contacto cotidiano implicará el mismo peligro: tarjetas, monederos, llaves, pomos, palancas, puertas, ventanas, timbres, teclas, bolsas, envases, botellas, libros, periódicos, bolígrafos, etc. Si tenemos que evitarlos todos, la vida se va a hacer tan imposible que mejor será contagiarnos cuanto antes y que sea lo que Dios quiera.

Para evitar la ruina de muchos miles de negocios de hostelería, los requisitos propuestos probablemente anulen las ganas de frecuentarlos. ¿Cuántos aceptarán comer en restaurantes organizados cual granja de gallinas y separados por mamparas como visitando a un presidiario?

Pero mucho más grave que todo lo anterior es la voluntad gubernamental, proclamada a lo largo y ancho de eso que se llama ‘mundo desarrollado’, de utilizar todo tipo de aparatos para controlar los movimientos de las personas. Geolocalización es el término técnico que lo describe, y consiste en seguir nuestros movimientos con la excusa de evitar contagios. También lo llaman alguna vez trazabilidad, concepto que vio la luz hace unos veinte años cuando la enfermedad de las vacas locas despertó el interés comercial, superfluo hasta entonces, de marcar la carne con la identificación de cada paso desde la fase del mugido hasta la de pieza vendida. Trazados como los filetes. ¡Cuánto progreso!

Elemento fundamental, junto a los drones del demonio, será el teléfono móvil, convertido en el equivalente humano del cascabel gatuno. También empieza a hablarse de pulseras para distinguir las personas ya inmunizadas de las todavía contagiables. Y junto al teléfono y las pulseras, las cámaras de identificación facial. Y como hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, la sofisticación ha llegado hasta el punto de que el obstáculo de las mascarillas está siendo superado mediante el análisis de los ojos. Por si fuera poco, por algunas calles asiáticas, como las de Singapur, han empezado a corretear perros robóticos que ordenan a los paseantes guardar las debidas distancias. ¿Cuánto se tardará en dotarlos de armamento? Las cámaras de Orwell y el sabueso robot de Bradbury ya están aquí. ¡Bienvenido a Utopía, Mr. Wells!

Y si los esclavos voluntarios contemplan hoy todo esto con complacencia, convencidos de que es por nuestra salud, ¿seguirán aceptándolo con tanta alegría cuando el problema vírico haya desaparecido y todos estos aparatos sigan funcionando con la nueva excusa de la seguridad? Pregunta absurda. Evidentemente sí. Por eso son esclavos.

Probablemente el virus pase como han pasado tantas otras enfermedades, las calles se llenen de nuevo y podamos volver a hacer vida normal. Pero ¿de verdad hay alguien capaz de creerse que, tras el virus, se desconectarán la geolocalización y el reconocimiento facial, se regresará al dinero en efectivo y se tirarán las cámaras a la basura?

Temas

En Tecnociencia

    0
    comentarios