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Mi mundo no es de este reino

Este es el mundo de las relaciones sociales nuevas con el que me topo, pero me encuentro un tanto desplazado.

La epidemia de todos los demonios nos ha obligado a nuevos hábitos consuetudinarios: confinamientos, mascarillas, citas previas, firma electrónica, abstención de reuniones con más de seis personas, saludos a distancia. Sospecho que no se trata de conductas ocasionales, diseñadas para la situación epidémica, que, por otra parte, no se extingue. Aunque concluyera, todos esos hábitos se quedarán para siempre. Es más, se vislumbran nuevas restricciones a la libertad de ambular: toque de queda en las grandes ciudades, cierre de muchos establecimientos comerciales y de ocio, supresión de ferias, congresos, procesiones, romerías, fiestas y demás celebraciones gregarias. Me temo que los guantes de látex llegarán a ser obligatorios para todo el personal y en todas las ocasiones.

Observo que los hombres (y las mujeres y los niños) ya no pueden vivir si no es enganchados a algún archiperre electrónico, el equivalente de lo que era antes el móvil. Es como una suerte de prótesis, imprescindible para relacionarse con el exterior: parientes, amigos, colegas, jefes, clientes y cualquiera que nos provea de información. Aumentan, hasta el infinito, las posibilidades de relacionarnos con los demás. Sin embargo, se nos ha olvidado la significación de un apretón de manos, un ósculo de reconocimiento o afecto. Los asiáticos se han comportado así durante milenios; ahora es ya una costumbre occidental. Sin contactos físicos, habrá que volver a ser ceremoniosos.

Pues bien, este es el mundo de las relaciones sociales nuevas con el que me topo, pero me encuentro un tanto desplazado. Los optimistas razonan que todo esto pasará, una vez que obtengamos la ansiada panacea de la vacuna contra el virus chino. Aunque yo creo que no vamos a recuperar la situación anterior. Cuando lleguen las vacunas (habrá varias; ninguna gratis), surgirán nuevas cepas del virus mutante u otras familias víricas. Puede, incluso, que se contengan los actuales índices de letalidad, pero no los de morbilidad. La consecuencia es que se retirará de la población ocupada una gran proporción de personas enfermas o discapacitadas. Se necesitará un gran contingente de inmigrantes, calificados y dispuestos, para cuidar de la población retirada de la actividad económica. La cuestión es cómo se va a poder pagar tan ingente esfuerzo.

La extraña condición de esta nueva sociedad es que los recursos económicos no podrán acrecentarse mucho, como, por otra parte, fue el caso durante milenios. Se sospecha que se implantará una nueva frugalidad forzosa, que, de momento, nos parece insólita. No quiero pensar el sobresalto que pueda ser el hecho de que algún día, no lejano, se imponga en España el racionamiento de los bienes esenciales. La economía consiste en un constante flujo de mercancías, personas y datos. Pero la actual hecatombe económica (consecuencia de la epidemia) lleva a una congelación de tales intercambios. Por tanto, son de esperar grandes escaseces. No estamos preparados para un infortunio tan grueso.

A pesar de todo, el obligado confinamiento en los domicilios (yo llevo ocho meses en el mío) presenta algunas ventajas o compensaciones. Se desarrolla la cómoda comunicación telemática, por escrito, oral o icónica. En mi caso, me ha permitido concentrarme, aún más, en dos actividades satisfactorias: leer y escribir. Por lo demás, me siento un inadaptado respecto a la nueva sociedad. Imagino que algún día tal situación llegará a ser constitutiva de delito, tan marginal la considero. Por de pronto, mi DNI es tan antiguo (ya no cabe renovación) que no lo admite la maquinita que proporciona la firma electrónica. No sé lo que es eso, pero sí me percato de que sin ella paso por indocumentado.

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