
Esto es opinión. Supongamos que, en el mundo, aparecieran tres o cuatro firmas de contados países, proveedoras de la demanda de un servicio de imperiosa necesidad. Idealmente, todos los habitantes del planeta se hallarías dispuestos a consumirla. Los distintos Gobiernos instarían a sus súbditos para que se dispusieran a adquirir el nuevo servicio. Por tal mediación, los Gobiernos organizarían las respectivas compañías nacionales, dispuestas a llevar a cabo la distribución del nuevo servicio. Como es natural, tal mediación supondría pingües ingresos y “comisiones” para las dichas compañías nacionales. El beneficio sería colosal para las tres o cuatro firmas internacionales, las cuales alcanzarían un fabuloso incremento de sus acciones en las Bolsas.
El sistema descrito se puede aplicar a los ferrocarriles de la segunda mitad del siglo XIX. El nuevo servicio del transporte terrestre, de mercancías y viajeros, era una nueva demanda universal. En España, significó la fortuna, por ejemplo, del avispado marqués de Salamanca, asociado a las grandes firmas ferrocarrileras de Inglaterra y Francia.
Lo curioso es que el ejemplo de los ferrocarriles se queda corto al lado del que, ahora mismo, se plantea en todo el mundo. La nueva demanda universal es la de la vacuna contra el virus chino (hay otros “virus corona”, pero este es de efectos catastróficos). La demanda de la vacuna es de imperiosa necesidad. Los Gobiernos de todo el mundo la hacen, prácticamente, obligatoria. Las tres o cuatro firmas que pueden proveerla (instaladas en muy pocos países) cuentan con un inmenso poder de oligopolio. Yo lo llamo “farmapolio”. Dado que la vacuna se administra “gratis” para los usuarios, los costes los asumen los respectivos Gobiernos. Por tanto, los beneficios de las tres o cuatro firmas (laboratorios) son un inmenso “pelotazo” financiero.
Se comprende la carrera desenfrenada para ser los primeros en poner las vacunas en el mercado. Hay docenas de laboratorios, ensayando sus respectivas vacunas. Entra dentro de lo posible que la epidemia china se disuelva por sí misma antes de que se haya vacunado el grueso de la población mundial. A los distintos Gobiernos les interesa generalizar, cuanto antes, la distribución de las taumatúrgicas vacunas. Emplearán todos los medios para hacerla, prácticamente, obligatoria a través de la persuasión y para que quede la impresión de que es gratuita. En los respectivos presupuestos de los Estados se oculta, cuidadosamente, el coste de la operación, incluidas las eventuales “comisiones” para los intermediarios.
Esto es información. Tal es la carrera por llegar lo antes posible al suculento mercado de las vacunas, que las empresas implicadas quiebran una regla de oro de la industria farmacéutica. A saber: ”antes de que se pueda prescribir un nuevo fármaco, hay que probarlo con el acostumbrado rigor científico”.
Un comité de catedráticos de Salud Pública y Epidemiología de distintos países (Reino Unido, Israel, Emiratos Árabes Unidos, España) acaban de publicar un manifiesto. (El representante español es José María Martín Moreno, catedrático de Salud Pública de la Universidad de Valencia, España). Exponen que se ha roto la tradición de publicar los datos de los ensayos clínicos de las nuevas vacunas en las revistas científicas internacionales de reconocido prestigio. Son, básicamente, norteamericanas y británicas. No es de recibo sustituir esa tradición por “notas de prensa” de los respectivos laboratorios. Tal alternativa más parece una manifestación de propaganda comercial con vistas a los resultados financieros.
Y, ahora, unas preguntas que surgen de la opinión pública. ¿Por qué se han lanzado al mercado, de manera harto precipitada, las vacunas antes de ser evaluadas por la comunidad científica? ¿Qué pasará si el efecto prometido de prevención de las vacunas es poco duradero y, al final, no se consigue detener la transmisión del virus? ¿Cuáles son los efectos secundarios de las vacunas? ¿Cómo es que los españoles, tan dispuestos a todo tipo de vacunas, esta vez sean tan reticentes? Y una curiosidad periodística: ¿cuál es, ahora, el equivalente del marqués de Salamanca?
