Las llaman reformas progresistas (“a cualquier cosa llaman chocolate las patronas”), pero su manifestación será la subida general de los impuestos. Como si lo viera. Se disfrazará de mil maneras: “Los nuevos arbitrios, solo para los ricos”, “gravamen para favorecer las energías limpias”, “recargo para ayudar a los desempleados”, “alcabalas para reforzar la igualdad”, etc.
La subida general de los impuestos presenta un costado indirecto. No otra cosa es, por ejemplo, el recorte de las pensiones. Simplemente, la economía pública no puede pagarlas. El número de pensionistas (a pesar de la guillotina de la pandemia) aumenta más que el de las personas ocupadas. Es un desfase que difícilmente puede mantenerse por mucho tiempo. No hay quien lo pague.
Otra forma indirecta o taimada de la presión fiscal es hacer que cuesten dinero algunos servicios que antes eran gratuitos o casi. Por ejemplo, los españoles se ven forzados a avituallarse de mascarillas y de pruebas contra la pandemia, pero pasando antes por ventanilla. Quiera el buen Dios que la fórmula no la apliquen a la distribución de las vacunas contra la pandemia del virus chino.
Una de las virtualidades de la pandemia es que nos ha permitido descubrir la utilidad de la enseñanza on line (telemática). Tanto es así que no me extrañaría que se suprimieran las universidades, al menos las enseñanzas humanísticas o similares. Suponen un coste prohibitivo, a no ser que aumente, sustancialmente, el gravamen de las matrículas (otro impuesto). Lo mejor será cerrar las universidades, pero manteniendo las actividades deportivas. Así que lo más práctico será la sustitución de las carreras universitarias por un plantel completísimo de cursillos telemáticos. Deberán ajustarse a las necesidades de personal que tienen las empresas privadas y los organismos públicos, si es que tal cifra es calculable.
El socialismo actual no está por la labor de nacionalizar las actividades económicas. Pero sí se puede adelantar la conveniencia de una gran empresa pública, dispuesta a monopolizar todos los juegos de azar, apuestas y loterías. Es sabido que todas esas actividades (otrora ilegales en algunos sitios) generan pingües contribuciones para el Estado. Centralizadas todas esas actividades lúdicas en una sola entidad pública, se controlarían mejor los excesos viciosos que pudieran tener. De paso, se auxiliaría al pobre Fisco, tan disminuido por mor de la dichosa crisis económica.
Una gran reforma administrativa sería la supresión de los coches oficiales, una estadística que se mantiene secreta por razones de seguridad nacional. El problema es que una decisión como esa significaría una calamidad para el floreciente mercado de coches seminuevos (ante se decía “de segunda mano”). De momento, se grabará con un impuesto finalista la compra de los vehículos de gasolina o gasóleo. Es la forma de fomentar la fabricación de vehículos eléctricos, de momento más caros.
El sistema fiscal sirve para trasvasar el dinero de los contribuyentes a las personas más necesitadas. La crisis económica obliga a tener que subvencionar las actividades más tocadas por la pandemia: bares, restaurantes, taxis, agencias de viajes, transportes colectivos, gimnasios, etc. La única forma de atender todas esas necesidades es la de aumentar la carga fiscal.
Escribo estas líneas en una cama de hospital. Me han tenido medio día a la espera, en los boxes de urgencia. Al menos tenemos un sector de actividad que trabaja a tope. Es de alabar el trabajo del personal sanitario, pero se encuentran desbordados. Recuerdo los sarcasmos, en los medios progresistas, sobre la inauguración de un nuevo hospital en Madrid. Varios más se necesitarían. Es la impresión que queda, a través de la larga espera en estos boxes.

