Una de las fotos más espectaculares del asalto al Capitolio por los seguidores de Trump es la del joven disfrazado de Búfalo Bill presidiendo el Senado. El hombre, llamado Jake Angeli, sintetiza dos rasgos del trumpismo. Uno es la adicción a la rumorología y los bulos, con un acento especial en las teorías conspiratorias: rasgo de temperamento que viene de muy lejos, relacionado con mentalidades e ideologías proclives a la paranoia, y que las formas de comunicación moderna llevan al extremo. El otro rasgo trumpista es la apelación, en este caso bienhumorada, a los signos más reconocibles de cierto folclore norteamericano y, de ahí, a la propia identidad de Estados Unidos. Se podrá llamar nacionalismo, y adjetivarlo como se quiera, pero ahí están las banderas y otros muchos signos que todos reconocemos como lo que son: Estados Unidos en su historia y como comunidad nacional.
Habrá quien diga que es lo mismo. No lo es, ni mucho menos. Ahora bien, en términos políticos, el asunto se plantea del siguiente modo: el asalto y la ocupación del Congreso son el final grotesco (y por desgracia trágico) de un mandato echado a perder por su protagonista… pero que no habría arrancado si Trump no hubiera utilizado esos mismos medios que su actuación ha deshonrado.
El 20 de noviembre, Trump perdió las elecciones por su irresponsabilidad, su gestión desquiciada de la crisis sanitaria. Otro tanto ha ocurrido en las elecciones al Senado de Georgia, que eran clave para mantener el legado político del propio Trump: parece que ese legado le ha importado bien poco y que todo se concentraba en torno a su persona. Bastaría por tanto con alejarse de un personaje tan tóxico para que los republicanos empezaran a recuperar la iniciativa pensando en las próximas elecciones de medio mandato, de aquí a dos años, en las que los electores suelen equilibrar una balanza demasiado inclinada a un lado, como ocurre en este caso con los demócratas.
La solución, si es que la hay, no va a ser tan sencilla. Por las lealtades que Trump se habrá asegurado en este tiempo, en primer lugar, pero también porque la propuesta de Trump a sus compatriotas fue, aunque en modo paródico, un llamamiento a la identidad norteamericana o, por lo menos, a lo que muchos norteamericanos conciben como su identidad.
Más allá de los altercados o las sediciones –como quiera que acabe llamándose lo ocurrido el miércoles en Washington–, está por tanto en juego algo más serio, que podríamos llamar, sin exagerar, el alma de Estados Unidos. Una parte de los norteamericanos se ha convencido de que esa identidad está a punto de perderse, y con ella un estilo de vida, unas creencias, unas costumbres y una estética que habían sido hasta hace muy pocos años la viva representación de lo más acabado, lo más valioso del mundo: es lo que encarnaban algunos de los símbolos nacionales y populares que el miércoles enarbolaban los ocupantes del Congreso. En cambio, otra parte cree que ese mundo, incluidos buena parte de esos símbolos, debe ser olvidado y dejado atrás: Estados Unidos ha de recomponerse en una cultura y un modelo social –y nacional– distinto, algo que oscila entre Canadá, por el multiculturalismo, y los países de la Unión Europea –por la implantación, al fin, de un auténtico Estado.
Así que, volviendo a los términos políticos, encontramos dos problemas combinados. El uno atañe al Partido Republicano, que tiene que reinventar una posición y un discurso sin dejar atrás el fondo de lo que Trump movilizó, aunque lo hundiera en el friquismo, y a veces en algo peor. Hay ahí una América –por recurrir al vocabulario norteamericano– por reivindicar, actualizar y profundizar. El otro atañe al Partido Demócrata, ahora ganador y sobre el que recae por tanto una responsabilidad mayor. Una de las claves de su victoria ha sido el hartazgo que el abuso y la parodia trumpistas han causado en parte del electorado norteamericano. Y es posible que esto haya sido más decisivo aún que las nuevas identidades y la ruptura en las que el Partido Demócrata ha fiado buena parte de su propuesta desde Obama y sus obsesiones por las políticas de identidad. (Por eso Biden, un político de la antigua escuela, acostumbrado al pasteleo, es decir al diálogo, ha sido un buen candidato.) De hecho, los demócratas y sus electores no tienen por qué pensar que la Constitución y los símbolos de la identidad cultural y política norteamericana son incompatibles con nuevas formas de vida y de organización social. Se trata por tanto de encontrar fórmulas que restauren la continuidad y permitan a los norteamericanos – todos– volver a serlo sin tropezar a cada paso, a cada gesto, con formas de ser ellos mismos que no aguantan.
Se dirá que la situación se parece a lo que está ocurriendo en muchos otros países occidentales, más en particular en España. Es cierto, pero también lo es que allí, por la naturaleza misma de la sociedad norteamericana, tan distinta de las europeas, el enfrentamiento se ha acelerado y ha llegado muy lejos. Así lo demuestran los hechos ocurridos en el Capitolio. De ahí el interés de cualquier paso hacia alguna forma de reconciliación.