El Gobierno catalán ha reaccionado con el mayor dramatismo a la sentencia del Supremo que ratifica otra del TSJC que ponía cierto freno a la llamada inmersión lingüística. Es un grave ataque a la escuela catalana, sentenció Aragonès. Y es de lo más suave que se ha dicho. La tónica general de las reacciones, tanto de la Generalitat como de los satélites subvencionados que hacen pasar por sociedad civil, es como si acabara de encenderse la mecha de una bomba que aniquilará la lengua catalana, la igualdad de oportunidades y la cohesión social. Es importante recordar el aprecio que tiene el separatismo catalán por la cohesión social: la hicieron saltar en pedazos con el golpe de octubre del 2017. Pero, en fin, esta tremenda ola de destrucción va a llegar, según la Generalitat y sus satélites, si se imparte un insignificante 25 por ciento de clases en español en los centros escolares de la comunidad.
Vale, un 25 por ciento es mucho cuando partimos de un cero por ciento, que es lo que hay en la actualidad y desde hace mucho tiempo. Pero un 25 por ciento significa que el 75 por ciento restante se puede dar en catalán con todas las bendiciones de los altos tribunales que se han pronunciado sobre el asunto también desde tiempo atrás. Pues no. Ese 25 por ciento, insisten, es terrible y catastrófico. Y, en cierto modo, sí que es terrible y catastrófico, y más que nada peligroso para el poder nacionalista. Lo capital no es que se tenga que dar un 25 por ciento en español, sino que se tenga que dar. Porque el poder nacionalista tiene muy claro que su poder se basa en que no haya otro. Se funda en la condición de que ningún otro poder de los que existen en un Estado democrático pueda inmiscuirse en el suyo. Ni otros poderes políticos, verbigracia el Gobierno de España, ni el Poder Judicial deben tener la capacidad de entrometerse. Esto, para el poder nacionalista, no es una cuestión menor, sino una cuestión de supervivencia.
La incendiaria oposición del separatismo a ese nimio 25 por ciento no tiene que ver con su pretendida defensa del catalán o de la inmersión como el procedimiento para que la lengua se mantenga viva. La propia inmersión nada tiene que ver con esos propósitos. De hecho, según la propia Generalitat, no los ha conseguido. Hace poco hizo pública una encuesta según la cual el uso de la lengua catalana ha retrocedido. Y en la enseñanza, donde se aplica con el mayor rigor y vigilancia. ¡Después de años y años, fracaso! Pero es que no se trata del idioma, no va esto de salvar una lengua minoritaria, sino del poder. La inmersión representa el yugo nacionalista. Es el aro nacionalista por el que resulta obligado pasar. Es símbolo de quién manda y debe mandar: el nacionalismo y nadie, absolutamente nadie más.
Cumplir la sentencia del TSJC, ahora ya sentencia firme, supondría para el poder nacionalista una señal de debilidad que, dada su peculiar naturaleza, no se puede permitir. Pero, eso sí, como ya le han visto estos años algo más que las orejas al lobo de la inhabilitación, han dado a entender, como quien no quiere la cosa, que la responsabilidad es de los centros. Son los centros escolares los que hacen los proyectos lingüísticos. Que no los cambien, han dicho desde arriba. Pues que no los cambien y las direcciones de los centros tendrán que responder por incumplir la sentencia. Porque en algún momento, más pronto o más tarde, ocurrirá.