
L’Equipe titulaba "Surrealista" y gran parte de la afición madridista creía que los milagros no sólo existen sino que se encadenan, siendo lo más normal del mundo. La multiplicación de los panes y los peces en versión paradas y goles. El Bernabéu como un nuevo Lourdes. El camino sembrado de minas del Real Madrid por la Champions, una montaña rusa de despeñaderos y remontadas, ha estado jalonado de expresiones por parte de los comentaristas deportivos al estilo de "no tengo palabras" e "inexplicable". No hay un solo madridista ateo ahora mismo. A las clásicas demostraciones de la existencia de Dios por parte de Santo Tomás y San Anselmo se suma la de San Carlo Ancelotti: es más improbable remontar como se ha hecho ante el PSG, el Chelsea y el City que tirar una moneda mil veces y que en todas las ocasiones caiga de canto. Ergo, como sostiene Juanma Rodríguez, Dios no sólo existe sino que obviamente es del Madrid. Los más analíticos sustituyen a Dios por el Destino o el Adn, según que sean más dados a la filosofía o a la biología. Los enemigos, sobre todo en Barcelona y Buenos Aires (por aquello de Messi), hablan de la Diosa Fortuna o el Dios Arbitraje. Pero hay una explicación.
El Real Madrid gana partidos en la Champions de esa forma inverosímil por cuestiones terrenales aunque nada prosaicas. La ecuación está formada por un 50% de técnica individual, 30% de estilo colectivo, 15% de fe y 5% de apoyo del público. Habitualmente el Real Madrid ficha a grandes jugadores. Si no tiene al mejor portero y al mejor delantero rodeados de algún que otro Balón de Oro y un par de campeones del mundo, todos ellos apoyados en bravos y leales escuderos estajanovistas, olvídese. Recuerden, Zidanes y Pavones; pero con Zidanes humildes como monjes (véase Benzema) y Pavones ambiciosos como semidioses (contemplen a Nacho).
En cuanto al estilo, tiene que estar subordinado al fin primordial: ganar. El estilo debe consistir en no tener un estilo predeterminado, inmutable y único. Se suele decir que el Madrid no juega a nada, lo que significa que juega a todo. Al ataque cuando hay que atacar y a la defensiva cuando se trata de recuperar fuerzas, capear temporales o, tácticamente, dejar que se abran espacios a la espalda de los adversarios. Parece trivial pero hay equipos condenados a jugar de una sola manera, unidimensionalmente, ya sea defensivamente como el Atlético, combinativamente como los de Guardiola o directamente hacia el gol como el Liverpool. Frente al estilo intervencionista de entrenadores autoritarios y planificadores, al Real Madrid le van entrenadores liberales, más dados a dejar en libertad a sus jugadores dentro de esquemas flexibles que concilian un orden mínimo con una espontaneidad máxima. Ni Simeone ni Guardiola, la cara y la cruz del estilo intervencionista, planificador y cuadriculado, le convendrían a un Real Madrid en el que triunfan genios del laissez-faire como Mourinho, Zidane y Ancelotti, herederos de Muñoz, Molowny y Del Bosque como entrenadores más dados a ser jardineros ingenieros que gustan de controlar todas las facetas del pueblo. Pero ¿cómo regulas el libre albedrío? La diferencia entre Guardiola y Ancelotti, por ejemplo, es que el primero da órdenes mientras que el segundo únicamente establece orientaciones. Sabes a priori que Guardiola va a ganar la posesión y a dar setecientos pases por partido. Sin embargo, del Madrid lo ignoras casi todo salvo que Benzema alguna te va a meter, aunque vete a saber si de chilena, a lo Panenka o recibiendo a portagayola. Si para los culés es innegociable el estilo, para los madridistas lo es la victoria. Si para Guardiola todos los pases han de pasar por el tiquitaca, para cualquier entrenador del Madrid todos los estilos conducen a la Champions.
Todo ello valdría de muy poco si no fuera por la fe en la victoria. El Real Madrid es en el terreno del deporte colectivo el equivalente de Mohamed Alí, que tenía un similar convencimiento en sus posibilidades. ¿Por qué? En sus propias palabras:
Soy joven; soy guapo; soy rápido. Es imposible que me ganen;
que parece el perfil de contratación para fichar a jugadores como Camavinga, Militao, Valverde, Vinicius, Mendy y Rodrigo.
Por último, pero no menos importante, un estadio cargado de historia triunfal, rodeado de un aura de invencibilidad y una afición tan entusiasta como crítica y exigente que te anima en los minutos del descuento pensando que otro gol no sólo es posible sino inevitable.
Esto último es lo más importante y para ello no hay tantos por ciento que valgan. Son los intangibles, que diría un broker. O mejor, el lazo místico que une a las generaciones, que diría un filósofo. El Real Madrid no es una idea o un estilo de juego, tampoco una infraestructura ni mucho menos un presupuesto. El Real Madrid son las personas. Es un estadio que no se llama Spotify o Allianz Arena sino Santiago Bernabéu. Y cuando se juega contra el Real Madrid no se juega contra Benzema, Modric o Lucas Vázquez exclusivamente sino contra Di Stéfano, Juanito y la Quinta del Buitre en pleno. Eran muy buenos como jugadores pero todavía más como líderes. Como Florentino Pérez, que destaca porque desafía el statu quo y suma a la exquisita cortesía el arrojo, una virtud todavía más escasa que la lucidez. El desafío al statu quo, el arrojo y la lucidez que hacen falta para tirar un penalti a lo Panenka en una semifinal de Champions.
Podemos imaginar en el Bernabéu contra el City a 80.000 almas parafraseando a Kipling y empujando a Santillana encarnado en Rodrygo para un cabezazo inapelable:
Si puedes llenar el implacable minuto,
con sesenta segundos de diligente labor,
tuya es la Champions y todo lo que hay en ella
y –lo que es más–: ¡serás un Hombre, hijo mío!