Eran las doce en punto de la mañana del viernes 15 de octubre de 1999 cuando mi mujer, Jorge Trías y yo, después de una semana de juicio, entrábamos en el Tribunal Supremo para recibir la sentencia en audiencia pública. Lo hicimos con la intuición de que el fallo sería adverso, pues sabíamos que al magistrado José Manuel Martínez-Pereda sus dos compañeros de tribunal le habían arrebatado la ponencia. Este era el mejor indicio de que Gregorio García Ancos y Enrique Bacigalupo estaban por la faena de condenarme. Hasta una cadena de televisión, la noche antes, había dado el número de años de inhabilitación. Por tanto, ninguna esperanza. Me senté a escuchar el fallo con la sensación de que no estaba en un tribunal de justicia sino en un matadero esperando a que dos carniceros judiciales me apuntillasen. Luego vendría el despiece.
No me equivoqué. A las 13 horas menos dos minutos, Gregorio García Ancos, visiblemente nervioso, con voz entrecortada e incapaz de disimular las ganas de terminar, pronunciaba el fallo: culpable de prevaricación. Pena: multa de un millón de pesetas y quince años de inhabilitación, pérdida de honores y no sé cuantas accesorias más.
Del público, a mis espaldas, surgieron unos abucheos. También los gritos de "un día triste para la justicia" y "esto sí que es un crimen". García Ancos, prácticamente de pie, tras balbucear que el acto había terminado, abandonó la sala a toda prisa, seguido de Bacigalupo. Detrás, a cierta distancia, lo hizo el magistrado Martínez-Pereda, ya jubilado, pero prorrogado en la jurisdicción para ese trámite. En aquel instante sentí por él un respeto imponente. También tristeza. A partes iguales. Cuarenta años de profesión y la última sentencia que firmaba era para condenarme en contra de su voluntad. Muy a sabiendas de que era una decisión clamorosamente injusta, formuló voto particular a favor de la absolución. La misma tesis absolutoria fue la que siempre sostuvo el teniente fiscal del Tribunal Supremo, José María Luzón.
La secretaria del tribunal se acercó hasta mí. Con entrega de copia, me notificó la sentencia. Sentado, miré a mi mujer. Hasta sonreímos. Sabíamos por experiencia que en situaciones como aquella, siempre hay que poner buena cara y no descomponer la figura.
Al salir de la sala, un grupo de gente, en el que distinguí a funcionarios de la Audiencia Nacional, caras amigas y abogados con toga, aplaudía y clamaba por la dignidad de la justicia. Casi todos me abrazaron, gesto que agradecí profundamente. En esos momentos, me conformé con saber que no erré cuando, contra todos los pronósticos, aposté por mi condena. Y es que la injusticia de los injustos no caduca. Al contrario. Se renueva constantemente porque de ella se nutren quienes la perpetran.
Durante el resto del día la pregunta fue siempre la misma. ¿Qué mal pude haber hecho? Creo que absolverme era muy fácil. Los dos magistrados que tiraron por el camino contrario, sólo necesitaban que en sus conciencias se hubiera hecho la luz de la verdad. Pero no fue así y en ellos prevaleció la ceguera de la mentira. Lo dije públicamente al salir del Supremo, cuando declaré que deseaba que la conciencia de quienes me habían condenado estuviese como la mía. Me hubiera gustado añadir que supieran que se habían equivocado y que con mi condena, al revés que ellos, me habían hecho un poco más respetable. A lo largo de mi carrera judicial, nunca me había apartado de la ley y de la razón. Ellos lo sabían. Por mi parte, lo juré. Estaba convencido de que la culpa fue de los magistrados Gregorio García Ancos y Enrique Bacigalupo. Me acordé del Yo acuso de Zola. A partir de su sentencia inicua, la verdad se pondría en marcha y nada la detendría. Sólo me quedaba esperar. Serían ellos quienes acabarían sepultados bajo la losa de la perversidad.
Llegó la noche de aquel viernes, 15 de octubre de hace ahora 25 años. La última llamada que recibí fue la de Camilo José Cela, a quien jamás sabré agradecer la amistad que me regalaba constantemente. Lo hizo para recordarme su lema de que "quien resiste gana". También para invitarnos a cenar en el restaurante donde más se nos viera. En ese instante supe que el amigo es seguro cuando se presenta en la ocasión insegura.
Cuentan las crónicas que a los pocos días de la sentencia, Jesús Polanco llamó a Juan Luis Cebrián y le preguntó:
—Juan Luis, ¿tú sabes cuánto ha costado esto?
—Mucho, Jesús, mucho. Desde luego, más de lo que vale, pero en el lote van incluido los dos jueces del Supremo y algún otro, aunque éste ha sido más barato.
¡Qué espectáculo! ¡Qué espanto! Lástima que varios miembros de aquella cofradía de hombres malos hayan muerto.