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Política energética: entre las fantasías y los sermones

Ribera, en su mundo de ensueño, lo tiene tan claro que cree poder convertir a España en la salvación de sus socios vendiéndoles un gas que no produce.

Ribera, en su mundo de ensueño, lo tiene tan claro que cree poder convertir a España en la salvación de sus socios vendiéndoles un gas que no produce.
Teresa Ribera haciendo declaraciones desde el Congreso | EFE

La política energética que lidera la vicepresidenta Ribera se desenvuelve entre las fantasías y los sermones. Que Ribera no tiene ningún plan que vaya más allá de alimentar la ficción de que todo en España se puede mover con la energía que proporcionan las fuentes renovables, es evidente. Sus propuestas, plasmadas en sucesivos decretos-ley, hablan de facilitar la instalación de molinos de viento o de huertos solares mediante la relajación de las exigencias y los plazos en los informes medioambientales, además de haber convertido las aguas interiores en una plataforma flotante para meter en ella paneles solares. (Entre paréntesis diré que, para ella, la salud de los peces y de las plantas acuáticas, amén de la calidad del agua, es irrelevante). Y piensa que así lograremos pasar de un poco más que la actual quinta parte en la generación eléctrica a casi todo en unos pocos años porque en su fantasioso mundo lo del gas y el resto de los hidrocarburos es antiguo, obsoleto, desechable. Y de lo nuclear ni hablamos.

Pero hete aquí que ahora lo del gas ha irrumpido con la fuerza de un vendaval, empujando a toda la Unión Europea a apretarse el cinturón y, a lo peor, algo más. Pero Ribera, en su mundo de ensueño, lo tiene tan claro que cree poder convertir a España en la salvación de sus socios vendiéndoles un gas que no produce, sino que importa, a través de una espita inexistente, pues el gaseoducto necesario para ello no se ha construido gracias a que, en su momento, a ella misma le parecía anticuado e innecesario. Claro que, en esto del gas, llueve sobre un lodazal intelectual porque la susodicha impulsó la prohibición de la tecnología de la fracturación hidráulica para su extracción —siguiendo en esto, todo hay que decirlo, un torbellino ecologista europeo que barrió todas las buenas ideas para echarnos en manos de la dependencia rusa, principalmente, argelina y, en estos tiempos, norteamericana—. Así que, aquí estamos, preservando la conservación de un billón de metros cúbicos de gas de esquisto para que nadie se aproveche de ellos. Eso sí, que sea esa tecnología la que usan en Estados Unidos para obtener el gas que nos envía, debidamente licuado, en buques metaneros, no importa demasiado y se puede hacer la vista gorda.

Sin embargo, no es suficiente. En Bruselas, a Ribera le leyeron la cartilla y le dijeron, envuelto en un discurso de solidaridad, que los españoles no podemos seguir gastando gas a la antigua mientras los demás europeos lo hacen a la moderna; o sea, reduciendo drásticamente su consumo porque ni las reservas ni los suministros llegan al nivel de los años pasados —cuando la alegría de bailar el kazachok con los rusos era una delicia—. Así que a la vicepresidenta Ribera no se le ha ocurrido mejor solución para salir del paso que pronunciar un sermón por La Sexta y Antena 3, como si fuera una telepredicadora, apelando a la recomendación de no derrochar, como si los españolitos, a la vista de los precios energéticos, no hubiéramos reducido ya nuestro consumo energético. Y si no, que se lo digan a los empresarios del sector industrial donde la demanda de gas ya ha caído en una quinta parte durante los últimos meses. Unos precios energéticos que, por cierto, apenas se han visto afectados por esa otra fantasía riberiana de que la península ibérica es una isla energética a la que se podía aplicar un precio regulado para el gas destinado a las centrales de ciclo combinado, con lo que el precio de la electricidad iba a bajar, primero a la mitad, luego en una cuarto y, finalmente, en menos de una décima. (Por cierto, y los digo también entre paréntesis, a mí como economista académico que soy, me rechina la idea de que limitando los precios pueda ajustarse a la baja el consumo; pero eso es otra historia).

Así que en eso estamos ahora, con la ministra telepredicadora diciéndonos que "en nuestros hogares seamos extraordinariamente cuidadosos", que miremos el termostato del aire acondicionado —como si todos tuviéramos uno, pues según informa el INE, ese viento frio sólo sopla en un 35,5% de las viviendas españolas— y que lo pongamos a 27 grados —seguramente porque, según Ribera, no hace suficiente calor en la calle—, que usemos la luz natural y bajemos los toldos —como si la umbría de estos últimos no nos dejara a oscuras—, y que si no queda más remedio pongamos el ventilador. Sólo le ha faltado apelar al botijo —ese ingenioso recipiente de barro que enfría el agua y que se puede encontrar en internet por poco más de diez euros (no subvencionados)—. Y de esa manera, nos predica Ribera, "encontraremos una manera de solidarizarnos y, al mismo tiempo, de participar en las decisiones públicas" —(observe el lector que la forma de esa participación es decir amén al gobierno, no elegirlo en unas elecciones libres, dicho sea como anotación nuevamente entre paréntesis)—; una manera "que nos exige esfuerzo, pero que no nos exige sacrificio". Fin del sermón. Ya solo le falta a Ribera que, en consorcio con el arzobispo de Toledo y Primado de España, organice una rogativa nacional, rosario en mano, con bendición papal incluida, pues a lo mejor resultaría la medida más eficaz para librarnos de la demoníaca carestía gasística.

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