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Soberbia y desengaño

Un desengañado no cree en nada y, por eso, cree en cualquier cosa en la que no crean los demás.

Un desengañado no cree en nada y, por eso, cree en cualquier cosa en la que no crean los demás.
El presidente de EEUU, Joe Biden, atiende a los medios. | EFE

Alguien dijo alguna vez que para ser feliz hay que ser tonto y todavía ningún Nobel ha venido a demostrarnos lo contrario. Por tonto, se entiende, nos referimos a los ignorantes, y por ignorantes a los ciegos, directamente, que son, según el refrán, quienes tienen menos riesgo de sufrir alguna cardiopatía. Hoy queda feo decir esto, supongo que porque quien lo dice suele parecer lo suficientemente imbécil como para creerse menos tonto de lo que es. Pero esto sucede porque no nos entendemos bien. En realidad, la frase inicial debería llevar un subtítulo que aclarase que para ser feliz no sólo hay que ser tonto, sino serlo tanto como para ni siquiera detenerse a calibrar menudencias como la inteligencia. Es decir, hay que ser bastante listo.

Por más que algunos digan, vivir engañado siempre es mejor que su contrario, que no es vivir sin engaños sino vivir desengañado. Al engañado se le mira con pena porque no es consciente de su mal. Pero es una pena unidireccional, una pena flácida y fútil, inconsistente, condenada a ser expresada en susurros por la absoluta impotencia que siente ante la apabullante alegría del ignorante feliz. Al desengañado, sin embargo, no se sabe si se le mira con pena porque la provoca o porque la exige, con esa melancolía profunda y ese andar desahuciado que comparten aquellos a los que ya hasta el final ha dejado de inquietarles, quizá porque sienten que les ha asaltado antes de tiempo pero no ha tenido la cortesía de sacarlos de aquí.

Desde luego, no hay figura más triste en la tierra que la de un desengañado. Y lo peor es que corre el riesgo de que la tristeza se le cronifique, de que el desengaño se le extienda por el mapa baldío de su insondable infelicidad. Que caigan los bastiones de su incertidumbre, allí donde reside la posibilidad de la esperanza, el único lugar donde no es posible sentenciar, y se encuentre algún día, todo rencor y todo desgracia, convirtiendo su desengaño en una ley universal. Un desengañado es un soberbio con humos, alguien que cree ver más lejos que el resto pero todo lo vislumbra más gris.

Su error es creerse distinto. Confiar en que su iluminación repentina, tan directa a los ojos, no le puede cegar. No sospecha que en realidad es un engañado más, así que pondera acerca de lo divino y lo humano, siempre con una nota de fatalismo, como si la única certeza fuese que todo tiene que salir mal. Un desengañado no cree en nada y, por eso, cree en cualquier cosa en la que no crean los demás. No necesita pruebas, ni datos. No pone en tela de juicio las opiniones discutibles, no matiza ni llama a reflexionar. Él afirma. Menosprecia la opinión del rebaño y lo desecha con superioridad. Sostiene cosas, no sé, como que el Nord Stream ha sido saboteado por Biden, es evidente, y que el mero hecho de considerar a Putin sospechoso es una señal de ingenuidad. Un desengañado jamás habría permitido que le pasase lo que a Tamara Falcó, porque tampoco se habría permitido amar. Lo que no sabe es que no existe nada de malo en reconocerse un pobre tonto. Al final, son los únicos capaces de rectificar.

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