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El consenso, un peligro social

Sin independencia judicial, tanto en su dimensión singular como en la colegiada, podemos afirmar que la democracia no existe.

Sin independencia judicial, tanto en su dimensión singular como en la colegiada, podemos afirmar que la democracia no existe.
El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes. | EFE

Muchos pensarán hoy que se me ha oxidado la mente, o que alguna fuerza extraña me ha eliminado la capacidad de raciocinio que, mal que bien, venía haciendo uso de ella hasta no hace tanto tiempo.

Cómo puedo titular estas líneas como lo hago hoy, cuando la sociedad –en su concepto más amplio y vago– que, en buena parte, ha dejado de creer en Dios, se ha fabricado dioses a quienes seguir y mandatos a los que obedecer.

Eso es, a mi entender, y que me disculpen los que creen de buena voluntad, lo consensuado como verdad inapelable, si ha servido como medio para llegar a ella. No importa su contenido, ni su bondad o maldad.

En la Ética a Nicómaco hay pasajes frecuentes de la lucha entre la verdad y la mentira, entre lo virtuoso y lo perverso, entre la virtud y el odio… El Filósofo griego no duda en afirmar que, con el aval del consenso o sin él, la verdad será siempre verdad, la virtud será siempre virtud y lo virtuoso siempre virtuoso, y los contrarios seguirán siendo mentira, perversión, odio…

Si una democracia requiere –aunque haya muerto Montesquieu– que exista una verdadera división de poderes –legislativo, ejecutivo y judicial–, hay que afirmar con rotundidad que, si tal independencia no existe en alguno de ellos, aunque haya sido consensuada, tal sistema político, carece de democrático. Quizá tenga apariencias democráticas, pero también contará con ingredientes dictatoriales, imponiéndose al fin el autoritarismo del dictador.

Si analizamos la cuestión con detenimiento, concluiremos que el poder legislativo, en virtud de la perversión, consensuada por los partidos, de la llamada disciplina de voto, es decir, privación de la libertad de votar de los señores parlamentarios, carece de independencia. El poder legislativo real, así conformado, es una simple trasposición de los pactos –consensos– con los que se ha configurado el ejecutivo.

¡Qué admirables países aquellos en los que un parlamentario vota según conciencia, a favor o en contra de la propuesta de quien le incluyó en la candidatura electoral!

¿Y el poder judicial? Es el último recurso para ricos y para pobres. Son los garantes de quienes ven sus derechos atropellados por los que más pueden. Sin independencia judicial, tanto en su dimensión singular como en la colegiada, podemos afirmar que la democracia no existe. Que los órganos colegiados tienen que ser elegidos por los propios jueces –todos pretenden administrar justicia–, es requisito mínimo de independencia, que sólo podría faltar cuando en ellos habitase la corrupción.

No siendo así, ya puede el Gobierno alardear de acuerdos o consensos que, de lo que no podrá presumir es de un gobierno democrático. Y no es cuestión de porcentajes, que sería una independencia a medias, como los medios embarazos, sino íntegra; que garantice lo que se espera de la función judicial.

Lo ha recordado recientemente el señor Reynders, Comisario Europeo de Justicia, advirtiendo de sanciones, en ausencia de reformas. ¿Pensaba mediar...?

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