La disgregación comenzó en aquel nefasto siglo XIX durante el que España se convirtió en la caricatura de sí misma. El regionalismo nació como un refugio en las raíces cercanas para intentar sobrellevar el fracaso nacional. Al principio fue un asunto de poesía y música, de costumbres y paisajes, de apego por lo familiar y, en su faceta más racional, de reivindicación de una descentralización en la que muchos creyeron ver la solución para los problemas de la cosa pública.
Pero la traca final que vino a estropearlo todo fue aquel 98 que el poeta y político portugués Abilio Guerra Junqueiro definiera como "el extraño duelo entre Frascuelo y Edison". Dice el refrán que las ratas son las primeras en abandonar el barco. En el caso español fueron las acaudaladas burguesías vasca y catalana las primeras que comenzaron a cortar amarras con el milenario buque naufragado. "Estamos clavados a una barca que hace agua; si queremos salvarnos hemos de aflojar las ataduras", confesó textualmente el político, hasta entonces regionalista, Narcís Verdaguer y Callís, primo del poeta que había escrito en lengua catalana los versos más entrañablemente patrióticos, más inflamadamente españoles de todo el siglo romántico.
Cuando la patria enmudece, silban su llamada "los genios de la disgregación que se esconden bajo los hongos de cada aldea", resumió magistralmente aquel hombre bueno y escritor magnífico que hoy es pecado nombrar porque su tumba será violada en breve. Y así fue: desde entonces el pueblo español perdió la mirada larga y contrajo una miopía que le empuja irreversiblemente a fijar su interés no ya en lo cercano, sino en lo microscópico. La construcción constitucional del Estado de las Autonomías no es otra cosa que la plasmación jurídica de esa miopía nacional.
España es maestra mundial de lo que Freud bautizara, también magistralmente, "el narcisismo de las pequeñas diferencias". Porque aquí, cuando las hay, se alimentan, agudizan y exageran. Y cuando no las hay, se inventan.
En cuestiones navideñas el precursor de todo lo que vino después es el Olentzero, ese carbonero que baja del monte en Nochebuena para llevar regalos a los niños vascos y navarros. Como tantos otros personajes mitológicos, el Olentzero, presente durante siglos al norte del Bidasoa como un símbolo del solsticio de invierno, era un muñeco relleno de paja al que se prendía fuego en Nochevieja por encarnar el año viejo que había que dejar atrás para encarar con alegría el nuevo. No por casualidad en algunos lugares se le conocía como el hombre de los 365 ojos.
Pero también tenía una faceta tenebrosa, más extendida, ajena al solsticio invernal y la Navidad cristiana: el hombre del saco o el sacamantecas que se puede encontrar por doquier. En los pocos lugares españoles donde existió la tradición olentzeriana –Lesaca, Vera, Irún, Oyarzun y algunas pequeñas localidades cercanas a la frontera con Francia–, el Olentzero era el personaje tenebroso con el que se asustaba a los niños que se portaban mal o se negaban a comer la sopa.
En fecha tan cercana como 1931, el guipuzcoano Baroja anotó en su libro Intermedios que aquel año se había restaurado la fiesta del Olentzero en San Sebastián. Fueron pasando los años y el peculiar carbonero siguió apareciendo en alguna celebración navideña de los lugares mencionados, siempre en compañía de los Reyes Magos. Pero con la llegada del Estado de las autonomías la política se metió en medio para ensuciarlo todo, como siempre. Y desde entonces el separatismo gobernante se ha dedicado a promoverlo, sobre todo a través de las ikastolas y la televisión autonómica, como hecho distintivo de los vascos. No por casualidad es elemento imprescindible en las ceremonias navideñas del mundo separatista y etarra, además de que suele ser presentado en lucha con los "españoles" Reyes Magos, significativamente acompañados por el rey de España. El símbolo no necesitará más explicación. Desde hace algunos años le acompaña Mari Domingi, creada para lograr mayor igualdad de género. Pero desde el campo feminista llegan quejas de que, al convertirla en esposa del carbonero, le han atribuido un papel de segundona que fortalece el esquema heteropatriarcal que se pretende derribar.
Los imitadores tardaron en aparecer. El primero fue otro carbonero, el Apalpador, personaje rústico, gordo y bonachón que baja del monte a las aldeas del sureste gallego con el objetivo de palpar las barriguitas de los niños para ver si han comido bien durante el año que termina. En este caso disponemos de la fecha exacta de su promoción: el año 2006, cuando A gentalha do Pichel, asociación cultural galleguista promotora del reintegracionismo o lusismo –corriente lingüística que considera el gallego un dialecto de la lengua portuguesa en la que pretenden reintegrarla–, comenzó el proceso que llamaron de recuperación y normalización del Apalpador por toda Galicia.
Más tarde llegaron sus copias cántabra y asturiana, ajenas a reivindicaciones políticas y más aún a separatismo alguno. En el caso de Cantabria, hace unos diez años se empezó a hablar del Esteru, un leñador del que nunca nadie había oído hablar y que, como sus primos vasco y gallego, baja del monte en Navidad para dar regalos a los niños. Según parece, se trata de una historia nacida entre algunos vecinos de Comillas y que, de momento, no ha recibido gran atención a pesar de su evidente atractivo para la gente menuda. Y en la otra orilla del Deva acaba de aparecer el Anguleru, iniciativa de la Asociación Cultural Garabuxada de San Juan de la Arena. Se trata de un personaje barbudo, con el traje de aguas amarillo característico de los pescadores y cuyo nombre se refiere a la pesca de la angula en dicho pueblo de la desembocadura del Nalón. Según sus creadores, viene desde el mar de los Sargazos con regalos para los niños asturianos. Y como corresponde a un hombre de nuestros días, el Anguleru tiene una elevada conciencia ecológica, pues no puede llegar a todos los hogares de la provincia si los ríos por los que se desplaza están sucios.
Pero no se busquen oscuros motivos separatistas en estos dos últimos casos, a diferencia del Olentzero y el Apalpador, habitualmente –aunque no siempre– promovidos por los nacionalistas como otro elemento distintivo en la inagotable lucha sentimental contra España. Aquí pesa más el retroceso del cristianismo y la pérdida de la fe. Ya dijo Chesterton hace un siglo que cuando se deja de creer en Dios se pasa a creer en cualquier cosa. Como de la religión –de cualquiera de ellas– ya va quedando sólo la cáscara cultural y folclórica, ¿qué importancia tiene que se entretenga a los niños con los Reyes Magos o con cualquier otra cosa que les parezca más divertida? Ésta es la clave de la cuestión.