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Las navidades negras de la libertad en España

Ya no hay nosotros, apenas queda España, y los españoles, dueños de todo aquello, no somos dueños de nada. Hemos perdido el mapa. Pero feliz Navidad.

Ya no hay nosotros, apenas queda España, y los españoles, dueños de todo aquello, no somos dueños de nada. Hemos perdido el mapa. Pero feliz Navidad.
Pedro Sánchez llegando al Congreso | EFE

Ha acertado Isabel Díaz Ayuso al decir que este es el diciembre negro de la democracia española. De hecho, no exageramos al asegurar que vivimos las últimas navidades blancas como sociedad civil pero nos hemos zambullido ya en las primeras navidades negras de la dictadura sanchista.

Desde Libertad Digital y esRadio hemos alertado, año a año, sobre todos los pasos que llevaban a la ruina del régimen constitucional de 1978, alcázar de nuestras libertades que va camino de convertirse en sótano de resistencia, como el del Alcázar de Toledo, con su motor de bicicleta para hacer pan negro, si es que García Page no lo ha desmontado y reconvertido en panadería woke. No estamos satisfechos, claro está, con lo que sucede, pero sí con lo que hemos hecho hasta ahora para evitarlo. Todos los días, a todas horas, hemos cumplido con el deber que nos impusimos al crear La Ilustración Liberal y luego Libertad Digital, Libertad Digital TV y esRadio.

Breves reflexiones político-biográficas

Como es Navidad, permítanme los esforzados lectores del domingo una breve anotación personal. Mi biografía política va camino de completar un círculo que hubiera satisfecho al Nietzsche del Eterno Retorno, en mi caso, el Eterno Trastorno. Empecé, recién salido del Instituto, enfrentado a una dictadura de derechas, y no podré jubilarme por estar enfrentado a una dictadura de izquierdas. Está claro que no nací bajo el signo de Venus, sino de Marte. Pero sólo el humor nos permite vivir y sobrevivir a los vaivenes de la vida y la política, cuando se cruzan de esta manera y nos marean con sus volteretas. Lo único que sé es que ya he tenido la experiencia de la clandestinidad y sobreviví, gracias a la inconsciencia y a la inconsistencia intelectual de la juventud. En la madurez, sé mejor lo que hago. Y también que vale la pena hacerlo.

Precisamente en estas fechas, cuando se nos acaba de ir Carmen Jara, como se nos fue Elia Rodríguez, y como nos iremos yendo todos, siguiendo al anciano harapiento que simboliza el año viejo cuando sea el último, uno piensa sobre lo permanente en que debe asentarse lo fugaz de la existencia. Y creo que nada vale más la pena que poder decir: "he hecho lo que debía". Estamos ante el fin de una época, que para mi generación simboliza aquel mapa de España colgado tras la tarima del maestro, junto a la pizarra y bajo el crucifijo, que veíamos al levantar la vista de nuestros primeros palotes.

Es esa España, en esa Europa que veíamos tras los Pirineos, lo que se nos va. Se va el mapa, como se ha ido el crucifijo, la tarima del maestro, símbolo de su autoridad, y lo que cada uno recuerde de sus primeros años de civilización. Porque toda educación es civilización, y lo que estamos perdiendo o hemos perdido ya es la noción misma de civilización, que es inseparable de la memoria de la Nación, nuestro ser político y ciudadano. Lo hemos visto desaparecer poco a poco, en la tramoya de la gran obra de la Transición, que fue la reconciliación de los españoles consigo mismos.

Veníamos de familias construidas con pedazos de las dos Españas, que se unían por navidad, o se mandaban postales, o se recordaban. Y un día nos encontramos, de pronto y al llegar la edad adulta, con que podíamos votar, sin temor a la policía de la dictadura ni a las checas de la revolución. Cuando el gobierno del traidor Sánchez y sus socios de la pistola y el odio quieren acabar con aquella España que, casi de milagro, aprendió a votar, lo que veo desaparecer es no sólo el mapa político de España en la escuela, con sus ríos y sus mares, sus cincuenta provincias y sus antiguas regiones, sino el otro mapa, el que daba cuenta de nuestras posesiones por nacer en esta tierra y no en otra, más abajo del Estrecho o más arriba de los Pirineos.

Aquellos mapas de España

Por el prestigio de la palabra, me encantaban las minas de mercurio de Almadén, que en el mapa estaban al lado de las espigas de Castilla la Nueva, idénticas a las de Castilla la Vieja y Aragón. También era nuestro el carbón de Asturias, que era hulla, distinta del del norte de Teruel, lignito, que era mejor que la turba, aunque peor que la antracita. Teníamos, porque en la España del mapa todo era plural, acero en Bilbao, que salía del humo de unas chimeneas largas y estrechas, como las de la azucarera de Santa Eulalia, junto a mi pueblo, que se alzaba junto a una remolacha. En los mares había peces; en las vegas de los grandes ríos, coles y nabos; en las huertas de Levante, naranjas; en Andalucía, olivos y más carbón y otros metales; en Cataluña telas, y en Galicia, por el Camino de Santiago, unas conchas que llaman vieiras, y que eran como las otras, pero más grandes.

No es que fuéramos dueños de cada mina, de cada naranja y de cada remolacha, pero todo era nuestro, porque aquel era el mapa de España y España es y, se nos decía, siempre será de todos los españoles. Una vez los franceses nos invadieron, les declaramos la Guerra de la Independencia y los derrotamos, aunque el ejército de Napoleón era el más poderoso del mundo. España siempre saldrá adelante y siempre, siempre, será nuestra.

Todo eso es lo que se ha ido desvaneciendo en estos años, casi sin darnos cuenta. Ya no hay nosotros, apenas queda España, y los españoles, dueños de todo aquello, no somos dueños de nada. Hemos perdido el mapa.

Pero feliz Navidad.

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