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Cómo los del 81 descubrimos la Constitución

No hace falta militar en ningún partido concreto para manifestarse contra el golpe de Estado de Sánchez. Como Mingote, basta con no ser gilipollas.

No hace falta militar en ningún partido concreto para manifestarse contra el golpe de Estado de Sánchez. Como Mingote, basta con no ser gilipollas.
Una imagen de la concentración celebrada en la plaza de Colón, de Madrid: | Carmelo Jordá

Pedro Sánchez ha reventado el pacto del 78 y eso nunca resultará en una victoria para la izquierda, sino en una derrota de todos los españoles. Admito que, por haber nacido en el 81, formo parte de una de las pocas generaciones que aún percibe algo sacrosanto en torno a la Constitución, porque no nos la enseñaron en clase, ni en mítines, sino que escuchamos mil veces a nuestros padres y abuelos el relato de lo ocurrido en el último siglo en España, y cómo se produjo el milagro inédito de la Transición. Supongo que mi generación mantiene ese respeto casi espiritual a la Constitución por eso, porque la vino hecha y votada con cierto alivio, porque no estuvimos allí para oponernos a ella o lo contrario, y porque, a fin de cuentas, nadie nos dio el coñazo con el respeto reverencial al dios Estado en Educación para la Ciudadanía, sino que la percibimos casi como un pacto familiar de prosperidad y no agresión, porque nuestros mayores aún guardaban en la retina los horrores fratricidas de ayer.

Por otra parte, de niños aprendimos a ver el telediario con el escalofrío de los charcos de sangre de los atentados etarras, y el plano siguiente eran esas manifestaciones donde derechas e izquierdas, de la mano, inundaban las calles en protesta, más tarde con las palmas pintadas de blanco; de algún modo asumimos que en eso y no en otra cosa consistía lo que entonces se llamaba "el espíritu del 78", en oposición a los tiros en las nuca de los que querían romper España y enterrar la Constitución y, en el camino, matarnos por la espalda. Quizá la última vez volví a sentir lo mismo que en aquellos telediarios de los 80, aquella unión contra el mal, fue en los días del espíritu de Ermua.

Recuerdo que, de la noche a la mañana, los planes de estudios empezaron a insistir en dar un paso más en el Catecismo de la Burocracia, pintándonos la naciente UE como algo análogo a la Constitución Española, que deberíamos conocer y abrazar con el mismo entusiasmo. Siempre me pareció un poco artificial, como una suerte de Educación para el Europeísmo, pero en todo caso lo asumimos durante un tiempo, porque por entonces en los libros de texto veíamos el rostro arrugado, como de sabio, de Konrad Adenauer, y no la efigie, entre porcelanosa, aguileña, y monjil, de Ursula Von Der Leyen, que nos habría hecho salir corriendo, agarrándonos nuestros precarios bolsillos adolescentes con ambas manos. La diferencia entre ambos pactos, el nacional y el europeo, es que el primero lo aprendimos en casa, como algo propio, y el segundo nos lo enseñaron en microespacios informativos en la televisión pública y en el penúltimo tema de Ciencias Sociales, el que nunca daba tiempo a ver en clase.

Sea como sea, la Constitución que conocimos, como tal, la enterró el PSOE de Zapatero. Quizá porque, desde la década de los 90, ningún socialista ha alcanzado La Moncloa de manera, digamos, limpia, si bien admito que el término no es el más apropiado para referirse a las elecciones del 93 que mantuvieron a González en el poder. Ni en un millón de citas electorales habría logrado alguien como Zapatero proclamarse presidente del Gobierno. En el mejor de los casos, los españoles pensábamos de él lo mismo que William F. Buckley Jr. de los prebostes de Harvard: "Preferiría vivir en una sociedad gobernada por los primeros dos mil nombres de la guía telefónica de Boston que en una sociedad gobernada por dos mil profesores de la Universidad de Harvard". Tuvo que producirse el mayor atentado de la historia de Europa para que, con la opinión pública en shock y bajo una manipulación informativa sin precedentes, nuestro particular Mr. Bean se convirtiera en presidente por accidente.

Tampoco Sánchez tenía ninguna posibilidad de ganar, despreciado y aislado incluso en su propio partido. En la cima de toda ilegitimidad, aprovechó una brecha constitucional, y promocionó apoyándose en una mentira, para fabricarse su propio golpe de estado legal y alcanzar La Moncloa sin pasar por las urnas, que nunca podrían haberle sido propicias. Es cierto que no es tan tonto como Zapatero, cuyos allegados en León se sonreían incrédulos al verlo en La Moncloa porque no había sido precisamente la luminaria intelectual de su barrio, pero Sánchez es todavía más embustero, si tal cosa es posible.

No es casualidad que ahora una parte significativa de los ministros de González –casi todos, excepto aquellos que aún le deben su puesto a Sánchez— estén criticando la deriva bolivariana del Gobierno, y lamenten la refundación sanchista del partido para liderar el golpe de Estado iniciado por los secesionistas catalanes en 2017.

Contra Zapatero y su rendición ante la ETA, la sociedad civil no esperó a que los partidos decidieran apoyar las manifestaciones, que serían históricas y cruciales para el cambio de gobierno. Primero fueron las convocatorias, con el apoyo de aquella poderosa COPE que casi por vez primera lograba nivelar el desequilibrio mediático nacional, y después se sumaron los políticos, peleándose por hacerse la foto con la pancarta. Conviene recordar que alguna de esas citas exitosas fue boicoteada a la vez por los grandes medios, por el Gobierno, y hasta por destacados miembros de la oposición.

La manifestación constitucionalista de mañana sigue esa misma senda. No hace falta militar en ningún partido concreto para manifestarse contra el golpe de Estado que encabeza Sánchez, que perjudica por igual a todos los españoles. Es suficiente con rescatar aquella viñeta de Mingote, la del abuelo con su nieto, que tan bien resume aquel espíritu del 78 que conoció mi generación: "¿Qué es preferible, abuelo, ser de derechas o de izquierdas"? "Pues verás, antes de nada, no ser gilipollas. Luego ya…".

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