
"Nueva York, año: 2022, población: cuarenta millones de habitantes, Atención: dentro de una hora, prohibido circular por las calles sin autorización".
Así comienza la película Soylent Green (titulada en español Cuando el destino nos alcance, 1973), protagonizada por Charlton Heston y Edward G. Robinson. En el actual 2022, Nueva York tiene ocho millones y medio de habitantes y no está prohibido circular por las calles sin autorización… por ahora. Porque la última medida estrella de los urbanistas socialistas ha sido proponer una "ciudad de quince minutos", es decir, que se consiguieran planificar ciudades en las que casi todo el mundo estuviese a quince minutos máximo de su centro de trabajo, lugar de estudios, centros de ocio (de bares a bibliotecas), etc.
En principio, no es mala idea. Pero como ya estamos acostumbrados a que las "buenas" ideas socialistas se conviertan en practicas infernales (véase Irene Montero y su peculiar manera de que las mujeres puedan volver por la noche a sus casas solas y borrachas: soltando violadores), será bueno analizar la medida con un poco más de profundidad.
Si hay algo que debiéramos haber aprendido del siglo XX es que cada vez que los urbanistas han tratado de convertir las ciudades en paraísos urbanísticos las han transformado en infiernos cívicos. Hace casi justamente cien años que el arquitecto más célebre, Le Corbusier, planteó en la Carta de Atenas sus principios hiperracionalistas de urbanismo. Le Corbusier odiaba Nueva York con toda su alma: un montón de torres construidas al azar a mayor gloria de la especulación privada, un nido de hacinamiento y desorden que no había sido planificado por ningún arquitecto supremo.
En la Carta de Atenas, Le Corbusier puso las semillas de esta propuesta de "ciudad de quince minutos". Paradójicamente, su ciudad ideal se parecía mucho a Nueva York, ya que estaba plagada de torres, pero a mucha distancia unas de otras, de manera que nadie tuviera la tentación de desplazarse. Cada torre sería autosuficiente y contaría con todos los servicios necesarios. Solo había un pequeño problema: la gente tiene la manía de hacer lo que la da la gana, no lo que a los planificadores les parece que deben hacer. Pero para ese pequeño inconveniente, los déspotas del urbanismo socialista tienen una solución: la reeducación. No hay resistencia ciudadana que no se pueda vencer con un curso con perspectiva de género, solidaria y ecológica. Por cierto, Le Corbusier tenía varios mecenas que eran los capitalistas más grandes de entonces, pero ya sabemos cómo los grandes gurús cabalgan contradicciones que para el común de los mortales son patéticas hipocresías.
En Twitter califiqué a esta propuesta como "gulag de quince minutos" porque me temía, los autores son socialistas, que al final terminarían por encerrarnos en nuestros presuntos paraísos de bicicletas y huertos urbanos. Algunos me llamaron la atención por agorero. Al día siguiente pude ver manifestaciones en Oxford de ciudadanos que protestaban porque el Ayuntamiento pretendía imponerles multas de 75 libras por salir de sus zonas restringidas. Lo llaman, sorpresa, Plan 2040 y habrá multas si se circula (¡de nuevo, sorpresa!) en autobús, bicicleta, taxi, scooter o a pie. No he leído nada sobre Ferraris, Lamborghinis y coches oficiales, pero me apuesto un té a las cinco a que estarán exentos.
A los oxonienses no les parecería tan arriesgada mi denominación. Otro arquitecto y urbanista utópico, Mies van der Rohe, definió la arquitectura como "la voluntad de una época concebida en términos espaciales". La voluntad de esta época parece ser la del dominio de los tecnócratas, en este caso urbanistas, sobre una ciudadanía cada vez más servil, que está encantada de que la obliguen a comer insectos, ir en bicicleta, leer novelas políticamente correctas y ser estabulizada a mayor gloria del cambio climático.
Al final de Soylent Green, Charlton Heston grita: "¡Contadle la verdad a todo el mundo, nos están matando!". Pues eso.