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Fórmula 1

Juan Cermeño

Alonso o el antihéroe

Presenta el antihéroe una diferencia respecto al héroe al uso: no necesita al pueblo. No ha venido a demostrar nada a nadie, sino a sí mismo.

Presenta el antihéroe una diferencia respecto al héroe al uso: no necesita al pueblo. No ha venido a demostrar nada a nadie, sino a sí mismo.
Fernando Alonso. | Aston Martin F1

Decía Carlo Ancelotti que el fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes. Algunos no sólo vibramos cuando el astro esférico rueda por el verde, y es que España es tierra de motor, desde el seiscientos hasta nuestros días. Niños de preescolar recitando marcas de automóviles de carrerilla, poligoneros incendiando con los humos de sus motores las calles abandonadas de los arrabales industriales, señoros con sus sedanes de lujo conquistando a jóvenes incautas. España, irremediablemente, respira motor de combustión –¿quién sabe si el despertar del pueblo llegará con el fin de los humos?—. De esta afición innata por la velocidad se entiende la llegada de Alonso como la del mesías. A un deporte hasta entonces desconocido para el español de a pie –ocupado en las actividades arriba citadas–, llegó un asturiano inmune a esa pesada losa de complejos crónicos tan nuestros y dominio anglosajón en el motor. No sólo ganaba, sino que destilaba orgullo y confianza –o soberbia, en jerga antiheroica– por los cuatro costados del Renault y la sala de prensa.

Para mayor gloria, vencía a los británicos en uno de sus deportes fetiche –la pobre pérfida Albión parece no cansarse de inventar deportes para luego salir derrotada–, y el arrojo y gallardía de aquel español sin complejos sacaba de quicio a la flema británica, muy dada a la puñalada trapera en un paddock que, por momentos, parecía el campo de batalla de la geopolítica mundial.

Alonso no reunía las cualidades del héroe al uso. Quizá por ello la diosa fortuna tomó cartas en el asunto e hizo bajar al campeón del puesto más alto del cajón para convertirlo en aspirante, y no satisfecha, viciosa y enardecida como los dioses del Olimpo que abandonan a su suerte al héroe griego, le desterró a las profundidades de la parrilla. Allí, en su tártaro particular, cursó penitencia. Ni la mejor memoria resiste el paso del tiempo: llegaron los nuevos aficionados y marcharon los viejos, y con ellos el recuerdo de quien fue. Sus declaraciones ya no eran confianza sino prepotencia, quienes loaban sus proezas de antaño fueron tomados por abuelos trasnochados. Y así, en la oscuridad del paddock, con ese rostro penitente que aún reflejaba cierto orgullo, esperó eternamente la oportunidad de demostrar que seguía siendo el mismo. Pasó el tiempo, ésta no llegó, y, como si se tratara de Atlas soportando el peso de los cielos, quizás hasta el propio Fernando olvidó por qué estaba allí y se retiró al exilio en tierras lejanas.

Pasaron los años y toda la velocidad de los fórmula 1 se convirtió en monotonía. La corporación automovilística volvía a sonreír a golpe de mundiales británicos, dominados con puño de hierro por esa combinación de flema inglesa y eficacia alemana. Para mayor dolor de los españoles, apareció un imberbe holandés, fiel a ese estilo tan suyo de ir a la contra, y no pudimos sino contemplar cómo el imperio caía de nuevo en manos de los piratas.

Presenta el antihéroe una diferencia fundamental respecto al héroe al uso: no necesita al pueblo. No se nutre de la admiración del respetable porque no ha venido a demostrar nada a nadie sino a sí mismo; no rinde pleitesía, mucho menos a quiénes creen haberlo colocado donde está, porque sabe que ese lugar le corresponde por derecho propio; no reparte moralejas, milagros ni lecciones, porque no ha llegado para ser modelo ni ejemplo de vida.

El antihéroe sólo tiene una misión: demostrarse su valía. Alonso posee la valentía, voluntad y terquedad incorruptibles del tiburón que se sabe despreciado por el resto: desprovisto de toda falsa simpatía y humildad por hacerse querer, entregado en cuerpo y alma a su causa vital. Sin valores impostados ni prepotencias baratas, sabedor de su valor y el sacrificio de todos los años de trabajos, pesares, alegrías y castigos. Inmune al resto, dueño de su destino.

Cualquiera que buscara la gloria terrenal habría abandonado hace tiempo la empresa. No fue el caso de Alonso que, casi veinte años después de sus últimos grandes éxitos, enfundado en verde, color del duende que sólo él posee, acudió con inquebrantable fe a la enésima –y quizás última– oportunidad. Y por fin contempló, atónito e incrédulo, que incluso la suerte, anciana y cansada después de tantos años, caía rendida a sus pies.

Fue entonces, en la trigésima octava vuelta del circuito de Bahréin, cuando sus últimos veinte años de carrera condensaron en un instante. Ese adelantamiento de videojuego a Hamilton, maniobra de karts, escondía algo mucho más valioso que un podio: la redención del que regresa del olvido, la voluntad del hombre que doblega a la más terca realidad, el empeño del antihéroe en creer cuando nadie más lo hace. La verdad del hombre solitario frente a un mundo hostil ensancha el alma y nos hace enfrentar nuestra debilidad para alcanzar límites sólo soñados. Es ese sentimiento el que nos mantiene, veinte años después, frente al televisor. Quizás todo esto carezca de importancia y sólo sean carreras, pero no lo son. No es el antihéroe que nos merecíamos, pero sí el que necesitábamos. Más que nunca en este mundo débil y aparente donde abunda la palabrería y escasea la acción. Gracias, Fernando.

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