
Pedirle a un miembro de este Gobierno que diga la verdad es una muestra casi intolerable de inocencia, a estas alturas casi diría que una imprudencia dolosa, una temeridad. Y en el caso de Sánchez, esperar que el presidente no mienta es ya un asunto clínico, un desvarío, un acto irresponsable que debería llevarnos a una habitación acolchada y una camisa de mangas muy largas.
Pero ya que de esa banda no podemos esperar algo que se asemeje lejanamente a la verdad, al menos cabría exigir una cierta calidad en la mentira, una elaboración mínima, un esfuerzo que impidiese el sonrojo que sentimos cada vez que lumbreras como Félix Bolaños, Pilar Alegría o Patxi "qué más dará" López sueltan uno de sus rebuznos habituales. Basta ya de hacernos pasar tanta vergüenza ajena, por favor, si no sienten apego ninguno por la verdad al menos sientan piedad de los que aún tenemos un poco de decoro.
Sin embargo, aunque lográsemos que estos segundones callasen aún quedaría el sumo mentiroso, el as absoluto de la trola: Pedro Sánchez, el único hombre capaz de decir con una sonrisa –aunque últimamente un poco tensa– que el carbón es blanco y la nieve negra sin que se le mueva un pelo de la ceja, sin el más mínimo remordimiento, con un rostro tan pétreo que en el mercado de piedras preciosas de Amberes se especula con la posibilidad de que se puedan tallar diamantes con sus pómulos.
El problema es que Sánchez dice tantas mentiras y está tan acostumbrado a ellas que ya no es capaz ni de vestirlas un poco: ya nos las presenta desnudas en toda su falsedad y son tan gordas que no creo que espere que nadie se las crea. Si en tiempos más Redondos mentía para convencer, ahora las trolas ya no tiene más propósito que ser reproducidas en los medios, ocupar espacio en las cabeceras, minutos de telediario. A nadie parece importarle ya si son tan cutres que en menos de 24 horas están completamente desmontadas, si ya de partida no cuelan ni el parvulario. "Presidente, esto no se lo cree ni el que asó la manteca", le dirá el último con un poco de seso de sus cientos de asesores; "qué más dará", responderán Patxi, Bolaños o Calviño.
El último de estos embustes ha sido el de las 50.000 viviendas de la Sareb, que para empezar no son 50.000, para seguir muchas andan okupadas o destrozadas y para terminar las que quedan están donde el Santo Cristo perdió el gorro, nadie quiere ir a vivir y, si por casualidad alguien acaba por allí, tiene alquileres baratos de sobra.
Nada de eso ha importado al presidente del Gobierno ni a su ejército de asesores: él ha soltado la trola, la ha dejado botando y ni se ha molestado en asignarle una dotación presupuestaria o un plazo de ejecución. Total, para qué, eso ya sería gobernar y estos señores, es un decir, están a otra cosa.
Sánchez promete 50.000 viviendas que no tiene, que no va a poder tener y que en ningún caso pondrá en el mercado; de aquí a las elecciones lo único que va a poner en circulación son 50.000 trolas burdas, de ínfima calidad y que antes de echar a rodar estarán tan desmentidas y caducadas como el propio Sánchez. Eso es todo lo que tiene y por eso, entre otras razones, en diciembre tendrá que hacer la maleta.

