
Me pareció una torpeza que algunos de los nuevos ayuntamientos salidos de las urnas se dedicaran a cancelar espectáculos. Parece mucho más práctico y efectivo simplemente cambiar la orientación de la "política cultura" del municipio y dedicarte a programar clásicos y espectáculos que al menos sean políticamente neutros dejando los contratos ya firmados en paz: consigues tu objetivo y las posibles quejas no tienen dónde agarrarse salvo en ciertos círculos muy especializados. Porque el llamamiento a acabar con "la censura" en que se ha embarcado la izquierda española esta semana se refiere exclusivamente a eso: para ellos, censura es simplemente dejar de regar de dinero público sus mierdas. Pero la ventaja de que algunos políticos hayan sido tan claros y descarados ha sido precisamente esa reacción airada por parte del mundo de la cultura oficial, que ha dejado muy en evidencia que la censura les importa sólo cuando les toca a ellos.
Ningún novelista ha llorado ‘niemollers’ cuando la violencia o la amenaza de violencia por parte del muy pacifista activismo LGTBIQ+ llevaba a la cancelación de conferencias de José Errasti y Marino Pérez a cuenta de su Nadie nace en un cuerpo equivocado. Y eso que son de izquierdas, como revela incluso una lectura superficial de su libro; por supuesto de la censura a Alicia Rubio ya ni hablamos, que ha sido diputada de Vox y por tanto merece lo que le pase. Los cineastas de mucho progreso no han protestado cuando Disney ha retirado o modificado alguno de sus clásicos por no adaptarse a los prejuicios de sus directivos. Tampoco los cómicos han respaldado a Patricia Sornosa por reírse de la inquisición queer: al contrario, la dejaron con mucho gusto al pie de los caballos. Los "profesionales del mundo de la cultura" tampoco clamaron contra Colau cuando censuró imágenes de Padilla o Morante.
Toda la izquierda calló o aplaudió la campaña censora del Gobierno contra Pablo Motos y el Xokas porque sus pecados eran gravísimos, pecados que supera todos los días Broncano en su programa sin que nadie le diga nada porque, claro, es de la izquierda Movistar. Es de los nuestros. O cuando los tribunales condenaron a Anónimo García por parodiar el gran carnaval de los medios con aquella parodia del "tour de la manada". O cuando censuraron un cartel publicitario porque salía una señora en bikini. Rayden ahora cancela un concierto en su Alcalá de Henares natal porque ahora gobierna la derecha pese a que allí en concreto no se ha cancelado ningún espectáculo, pero calló cuando los rockeros fascistas boicotearon a Sherpa. Y no hablemos de las décadas de censura que ha sufrido Boadella y cualquier antinacionalista en Cataluña sin que las damiselas ofendiditas protestaran porque, claro, ellos son de Joel Joan.
Así podríamos seguir y seguir, pero es inútil, porque como recordaba nuestra Nuria Richart recientemente y sabemos todos los liberales del mundo, el problema real no está en los casos notorios que se llevan todos los titulares, sino en cómo esos casos generan un clima y unos incentivos en el sector de la cultura que afecta a todos los que participan en él. Si se cancela por decir según qué cosas, pues no se dicen según que cosas por si acaso. Si lo único que se puede decir y proponer es aquello que esté de acuerdo con la ideología extremista de lo políticamente correcto, nadie se juega las cosas de comer saliéndose del raíl. Y si hay que hacer una película sobre el drama de la vivienda, hagámosla sobre los desahucios, no sobre los ancianos a los que le roban la casa las mafias.
Los espectáculos teatrales que ganan de verdad dinero del público que paga voluntariamente por verlas son musicales y comedias representados generalmente en Madrid y Barcelona. Para alimentar los egos de los concejales de Cultura tenemos en buena parte de España teatros, públicos y privados, que viven de subvenciones. Lo cual otorga a los políticos una capacidad de decisión desmesurada sobre qué se representa y qué se deja de representar en los escenarios de nuestro país, e impone unos incentivos claros sobre nuestro funcionariado cultural. El sistema es aborrecible, una tumba de talento y dinero del contribuyente, pero mientras no se cambie, la derecha tiene no sólo el derecho sino el deber de asegurarse de que los espectáculos que cobran de la teta pública estén en consonancia con los valores y los gustos de sus votantes. Sólo faltaba. Si quieren llamar cultura a una representación de Lope de Vega con un falo de dos metros y medio en el escenario que lo hagan, pero que no nos obliguen a pagarlo a quienes aún conservamos un poco de gusto.