
Uno de los mejores artículos políticos que he leído en los últimos años es Rethinking polarization (Repensando la polarización) del periodista Jonathan Rauch, publicado en 2019, en National Affairs. Empieza contando la anécdota, que se daría a conocer en EEUU unos años antes, de un mecánico que se negó a remolcar un coche averiado cuando vio, por una pegatina que tenía, que la propietaria era seguidora de Bernie Sanders. El trabajador apoyaba a Trump. Cuando le preguntaron si le parecía justo dejar tirados a un coche y a su dueña, respondió que no era justo, pero era lo que se hacía: "Es el mundo en el que vivimos". A partir de este episodio, Rauch estudia y analiza palmo a palmo la polarización en su país, tanto la pasada como la presente, y tras manejar datos e indicadores diversos, llega a una extraordinaria conclusión que él llama surreal: ¿y si la polarización no fuera realmente sobre nada?
Exacto. ¿Y si no va sobre nada? Es decir, nada ideológico, nada racional, nada que podamos fundamentar en una diferenciación creciente y consistente de los proyectos políticos. Y ello al punto de que la identificación emocional con un partido o con una ideología sea lo que está agrandando la brecha ideológica y no al revés. El caso de Estados Unidos es peculiar, pero el descubrimiento que hace Rauch sirve para interpretar mucho de lo que pasa aquí. De lo que ha pasado, con particular intensidad, desde la crisis política que fragmentó el sistema a partir de 2015. Hay quienes detectan en España una brecha mayor, en cuestiones ideológicas, de la que había antes de aquel momento, algo normal cuando se multiplican los partidos y hay más competidores en la carrera. Pero la duda que introduce Rauch persiste: ¿y si el partidismo emocional fuera la causa de esa mayor brecha y no su efecto? ¿Y si hay más diferencias y más irreconciliables, porque lo que prende como nunca es el tribalismo del "nosotros contra ellos"?
Ahora mismo, cuando finaliza una de estas largas campañas electorales que sufrimos —otro aspecto a investigar es la entronización de la campaña permanente—, se ha podido ver una correlación entre la falta de proyectos políticos de cierta ambición y el levantamiento de muros infranqueables entre "ellos y nosotros". A menor sustancia política, mayor dosis de hostilidad. Cuando el material político es pobretón, queda como principal recurso excitar las emociones y, ante todo, el miedo: "si ganan ellos, el túnel tenebroso". En el debate entre Feijóo y Sánchez, que fue un debate de los que dejan huella sea cual sea su efecto electoral, el presidente no disimuló ni la presunción de superioridad con la que llegaba ni la repulsión que le provoca aquello que representaba su adversario. En el lenguaje verbal y en el no verbal mostró y quiso mostrar —para su electorado—, que le repugnan la derecha —y su electorado—. Era como si para ganar entre los "suyos" tuviera que mostrar que los "otros" son escoria. Que le saliera mal, es otro asunto.
Todos hacen lo mismo, todos "polarizan", se podrá argüir. Pero cualquier ataque político, por duro y brutal que sea, no constituye la polarización de la que estamos hablando. Lo significativo es dedicarse a fomentar el odio y el miedo de unos respecto de otros, y que esas sean las grandes palancas para mover el voto. Lo curioso es renunciar a llegar a los votantes del otro lado. Lo pernicioso es la voluntad de excluir a una parte y de establecer que no existen zonas que se puedan compartir. En estas elecciones se dirime también este dilema. Continuar en la guerra tribal hasta el paroxismo o intentar reconstruir los lazos básicos de una comunidad política.
