Por mucho que en el balcón de Génova casi toda la plana mayor del PP se haya presentado como si fuesen a gobernar o estuviesen celebrando un ascenso a segunda, lo cierto es que su resultado ha estado muy lejos de lo esperado y, sobre todo, de lo necesario.
A pesar de que el candidato popular ha asegurado que va a intentar formar gobierno y que dialogará con otras fuerzas políticas, lo cierto es que es prácticamente imposible que lo consiga y el hecho de que Pedro Sánchez también lo tenga muy difícil es un magro consuelo.
Efectivamente, el PSOE tendrá que convencer a todos los partidos separatistas del parlamento y eso no va a ser tarea fácil, sobre todo cuando hay fuerzas como las dos formaciones separatistas vascas y las dos catalanas a las que será muy difícil embarcar en un apoyo en el que se coincidan, ya que sus intereses en sus respectivas regiones son divergentes y en realidad contrapuestos.
Pero eso no hace que el panorama no sea menos dramático para nuestro país: es absolutamente terrible que después de una legislatura como la pasada, de las mentiras, de los pactos con separatistas y terroristas, del destrozo institucional en todos los ámbitos, de leyes catastróficas como la del sólo sí es sí o las creadas a la medida de los delincuentes, el PSOE no sólo no se ha desplomado sino que ha mejorado: dos escaños, 3,7 puntos y un millón más de votos respecto a su resultado de noviembre de 2019.
Y más allá del resultado, del previsible bloqueo o incluso de otro gobierno de Pedro Sánchez dependiendo todavía más de los separatistas, lo peor lo que hemos visto esta noche es la evidente falta de tejido moral de una sociedad que es capaz de perdonarle todo a la izquierda e incluso de premiárselo: parece da igual lo que haga el PSOE y la situación en la que quede España, que los socialistas seguirán en disposición de gobernar o, como mínimo, de impedir que gobierne la derecha.
Por otro lado, la noche electoral deja muy poco espacio para la esperanza viendo la reacción de los dos partidos de la derecha: por un lado el PP ha dado, como comentábamos, un espectáculo lamentable en el balcón de Génova. ¿Qué celebraban los líderes populares vestidos de blanco como si estuviesen en una fiesta en Ibiza? ¿Qué su partido tiene imposible gobernar? ¿Qué su resultado es muchísimo peor del que todo el mundo esperaba? Sólo Diaz Ayuso y el propio Núñez Feijóo han mantenido una actitud un poco más serena, digna y racional y el discurso del líder del PP ha sido voluntarista pero cabal, sobre todo dadas las circunstancias.
Y por supuesto, en la sede del PP no se ha oído ni la más mínima autocrítica, aunque al fin y al cabo han sido el partido más votado, pero en la de Vox tampoco: se han limitado a culpar a las encuestas y a los "medios de comunicación públicos y privados" de un resultado que sólo puede tener una lectura: perder 600.000 votos y 19 escaños en un fracaso mayúsculo se mire como se mire. De las palabras de Abascal se infiere que cuando el resultado de Vox sea bueno será mérito de los "medios de comunicación públicos y privados". Sencillamente una tomadura de pelo, más aún cuando Vox siempre ha presumido de no necesitar a los medios tradicionales y optar por una comunicación directa con sus votantes a través de las redes sociales y sus propios medios, financiados por el partido y su fundación Disenso.
Tras una decepción de este calibre es difícil pensar qué posibilidades nos quedan para pensar en un futuro que no sea muy negro, pero si hay alguna pasa porque unos y otros aprendan de sus errores, se convenzan de que la acción política no puede ser limitarse a esperar el error del rival o dar la batalla por una España extraña y excéntrica que sólo existe en algunas cabezas desnortadas, de den cuenta por fin de que hay que trabajar mucho más y comunicar mucho mejor.
El resultado de estas elecciones es dramático para España pero cabe una posibilidad nada despreciable de que el destino nos regale una nueva oportunidad, y desde este mismo lunes tanto PP como Vox deben prepararse para aprovecharla.

