
Quien repase las noticias que siguieron al bloqueo de la primera fragmentación, encontrará declaraciones de Rajoy diciendo que el Gobierno que tenía que formarse era uno en el que participaran PP, PSOE y Ciudadanos. Si lo dijo en serio o no, es otra historia, pero el caso es que aquel brindis al sol, porque eso fue, respondía a una situación novedosa en la que por primera vez se hablaba en nuestro país de una gran coalición, al estilo alemán, como una vía a explorar seriamente. No se hizo, eso está claro. Los socialistas lo descartaron de inmediato. Pero su negativa parecía surgir menos de un rechazo por principio, que de las consecuencias que un pacto así podía tener para su supervivencia. El gran pánico del PSOE era la "pasokización": que Podemos, igual que Syriza en Grecia, le comiera la tostada, la merienda y el resto. Fue la época en que el sorpasso estaba en boca de todos y era firme creencia de algunos.
La idea de la gran coalición ha vuelto a raíz de los resultados del 23-J, aunque esta vez son menos las voces que la proponen. Si en 2016 los que propugnamos la gran coalición cabíamos en un taxi, los que la defienden ahora caben en un biplaza. Con un PSOE liderado por Sánchez y con la experiencia Frankenstein ya hecha, el empeño se ve menos realista que hace siete años. Esto no debe impedir que se defienda y se discuta, pero al mismo tiempo habrá que reevaluar los motivos por los que la vía de la gran coalición está, entre nosotros, tan lejos de la realidad política como la Vía Láctea del planeta Tierra, y es una fantasía irrealizable Habrá que constatar, entre otras cosas, que la idea de que el PSOE la rechazó en su día por miedo al sorpasso era también fantasiosa.
El PSOE no querrá nunca gobernar en coalición con el gran partido del centroderecha porque tomó hace años un camino que le aleja de cualquier confluencia con el PP, que no sea la de coincidir en alguna votación en el Congreso, como fue la reforma de la ley del sí es sí. Pero tampoco podrá hacerlo: a lo largo de ese trayecto, ha volado los puentes y ha asegurado que su camino sea uno sin retorno. A su base electoral le ha inculcado un rechazo tan visceral al PP que no podría pactar un Gobierno con él, sin provocar una reacción de repudio incontrolable. El PP no ha hecho exactamente lo mismo: como buscador del voto centrista, tiende a distinguir entre el PSOE y sus dirigentes, de ahí el artificio del "sanchismo". El PSOE, en cambio, lleva años cultivando con su discurso sólo una zona: la izquierda. Y ha encontrado y explotado un particular filón para agrandar la división entre la izquierda y la derecha. Ese filón es la memoria histórica.
La memoria histórica es la reinstalación en el presente de épocas de enfrentamiento civil entre españoles y su reescritura sesgada. Su efecto es hacer actuales las divisiones más odiosas del pasado. Todo lo que se hizo por superarlas en la Transición y años posteriores, y se hizo lo fundamental, se ha ido deshaciendo desde el cambio de siglo. Y se ha deshecho deliberadamente. Porque aquel imaginario proporciona material emocional inflamable con el que rearmar la identidad de izquierdas. Tras el descrédito del final del felipismo, tras la mayoría absoluta de Aznar, el PSOE se metió de cabeza por ese camino. Exactamente con Zapatero. A veces, se hace burla de las actuaciones del antifranquismo retrospectivo: ¡Ya están sacando otra vez a Franco! A veces, hay que tomarlo con humor, pero no hay nada de cómico, casual ni inocente en este asunto.
El impedimento mayor y más profundo para que haya una gran coalición en España no es la distancia real entre los dos grandes partidos, sino la distancia imaginaria y emocional que ha engendrado la memoria histórica. Muchos de los que proclaman "ser de izquierdas", cuando hoy ven al PP, ven el franquismo, ven la dictadura, ven la versión sesgada de la Guerra civil que suministra la memoria histórica. ¿Cómo van a aceptar un pacto de Gobierno con "eso"? Aunque el PSOE quisiera, no podría hacerlo. Por todo lo cual, las elecciones generales en España no son ya elecciones en las que se elige entre proyectos políticos distintos. Son dramas existenciales en los que se elige entre el Bien y el Mal, y se hace frente a un fascismo en eterno retorno al que no se acaba de derrotar nunca. Y en ese desvarío absurdo estamos atrapados.
