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Carmelo Jordá

A una caricatura no se la puede votar

Vox no nació como un grupo confesional y muy conservador, sino como una derecha que simplemente no estaba contaminada de socialdemocracia y compromisos.

Vox no nació como un grupo confesional y muy conservador, sino como una derecha que simplemente no estaba contaminada de socialdemocracia y compromisos.
Santiago Abascal en la sede de Vox con Jorge Buxadé e Iván Espinosa al fondo. | Flickr/CC0/VOX España

Les tengo que confesar que no tengo ninguna simpatía personal por Iván Espinosa de los Monteros. Nos conocimos –es probable que él ni lo recuerde– en una cena justo antes de la aparición fulgurante del partido en las andaluzas de 2018 y no me pareció el tipo de persona o de político que me gusta. Sus declaraciones sobre el Grupo Libertad Digital tiempo después tampoco ayudaron a que esta simpatía creciese.

A pesar de ello, durante todo este tiempo he reconocido en muchas ocasiones su capacidad como parlamentario, una tarea en la que en una legislatura ha crecido como ninguno de sus compañeros, y el valor que aportaba a un partido que, como es lógico en una formación nueva y al principio pequeña, no andaba sobrado de talento.

Pero lo más importante del adiós que ha anunciado este lunes Iván Espinosa de los Monteros no es la pérdida de calidad que supone para su partido, sino lo que tiene de simbólico del cambio de una organización que ahora ya sí, de forma evidente e incontestable, ha dejado de ser lo que era y ha pasado a ser otra cosa… peor.

Porque Vox no nació como un grupo confesional y muy conservador –me he sentido tentado de colocar un ‘ultra’, pero es que odio esa palabra–, sino como una derecha convencional que simplemente no estaba contaminada hasta el tuétano de socialdemocracia y compromisos, como sí lo estaba el PP de Rajoy, Sáez de Santamaría y Cristóbal Montoro en aquel momento. No se trataba de un partido que viniese a ocupar nuevos espacios políticos más allá de lo parlamentario, sino de una edición depurada, auténtica si lo prefieren, de lo que ya estaba votando una parte importante de la sociedad española.

Era lógico que a partir de ahí y dada la fortaleza que han acabado demostrando los grandes partidos, Vox evolucionase y buscase un hueco propio y diferencias con los populares, pero por suerte o por desgracia con el actual PP tampoco hay que irse al falangismo para encontrar ese discurso propio. Sin embargo, eso es lo que parece haber hecho Vox: se ha convertido en un partido menos liberal, mucho más conservador, con propuestas disparatadas en lo económico –casi reivindican la autarquía– y muy poco acertadas en lo político, como esa reivindicación de la democracia directa y refrendaria que desprende un inequívoco tufillo a orgánica.

Ya dijimos por aquí, perdonen la inmodestia de la autocita, hace apenas mes y medio –lo que ha llovido desde entonces y eso que estamos en verano– que si Vox no quería verse reducido a la irrelevancia debía replantearse esa estrategia y seguir siendo lo que tiene que ser cualquier partido que quiera ser apoyado por millones de españoles: un punto de encuentro de políticos, militantes y votantes llegados desde espacios ideológicos similares, pero no necesariamente idénticos. Un partido no es una secta.

Incluso a pesar de que ese proceso no era del todo evidente al conjunto del electorado de la derecha y de la desconfianza que entre buena parte de estos votantes sigue despertando el PP, el 23J ha sido la primera respuesta a nivel nacional –ya hubo avisos en sitios como Andalucía y, sobre todo, Madrid– de que esa reconversión de Vox sólo puede llevar a un resultado: la irrelevancia casi total, convertirse en la IU de la derecha y servir sólo de muleta para que el PP gobierne aquí y allá, en lugar de condicionar las políticas como ha hecho Podemos en la pasada legislatura.

En España hay muchas personas de derechas –más de la mitad de la población según el 23J– pero muy pocas de la derecha tradicionalista, religiosa y casposa que representan Buxadé y los que lo rodean. El adiós de Espinosa de los Monteros hace que a partir de ahora tengamos una razón menos para pensar que en Vox hay algo más allá de la caricatura que la izquierda hace del partido, que muchos nos hemos resistido a creer, pero que cada vez es más realidad y menos ficción.

Y a una caricatura no se la puede votar.

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