Después de fallar por poco su asalto a los cielos en las dos elecciones de 2015 y 2016 y, sobre todo, tras quedarse en la mitad de lo que era en las primeras de 2019, Pablo Iglesias decidió que lo que necesitaba su partido era centrarse, es un decir, en los más cafeteros, abandonar todo disfraz de transversalidad y transmitir un mensaje cada vez más de izquierdas y más extremista.
En estas precipitadas elecciones se puede ver ya el resultado de esa estrategia –y de otros errores, que ha habido muchos– de Iglesias: en sólo siete años han pasado de más de cinco millones de votos, 71 diputados y rozar el sorpaso al PSOE a tener que conformarse con los puestos sobrantes en la plataforma de una candidata mediocre y liderada por sus enemigos y, con ello, probablemente a desaparecer como partido relevante en el Congreso.
Insisto en que ha habido otros errores, pero estoy convencido de que el primero, el original y el que llevó a otros muchos fue ese giro (todavía) más a la izquierda, esa voluntad de concentrarse en las esencias en lugar de ir expandiendo la base ideológica del partido y, por tanto, el censo de posibles votantes.
Les cuento todo esto porque tengo la sensación de que Vox ha tomado una decisión similar a la de Iglesias. Antes de escandalizarse y criticarme tengan en cuenta, por favor, que no estoy comparando a los de Abascal con el partido morado, sólo hablo de sus estrategias. Sé de sobra que ni ideológicamente, ni moralmente, ni en muchas otras cosas, Vox y Podemos tienen nada que ver, por mucho que algunos aprovechen la evidente distancia entre ambos para ubicarse en un falso centro a medio camino.
Pero aunque los partidos sean completamente distintos, Vox parece haber copiado en los últimos meses la estrategia de Iglesias de la que les he hablado: más o menos a partir del fracaso en las elecciones andaluzas del año pasado, la formación parece querer dar un giro que les aparte de las posiciones más tibias de su posible electorado. Un giro que veo en detalles no menores como la elección de los mensajes y las formas, la preeminencia que alcanzan algunos líderes y pierden otros y, sobre todo, en la aparente laminación de las listas de algunos personajes del ala más liberal del partido. Con todo eso, uno ve cada día más a un Vox que quiere parecerse a la caricatura que se pintaba de él desde la izquierda, en lugar de al partido conservador pero ni radical ni confesional que muchos veíamos en él.
Por supuesto cada uno es libre de hacer lo que quiera con lo suyo, pero al menos en España un partido que aspire a ser relevante tiene que asumir que no puede ser un gueto de pureza ideológica, sino que tiene que admitir sensibilidades diversas capaces de convivir bajo el mismo techo. Es lo que ocurre –en ocasiones a nuestro pesar– en un PP en el que liberales como Ayuso conviven con gente con una visión casi socialdemócrata de la política. Y era lo que ocurría hasta ahora, me temo, en Vox: gente muy liberal en lo económico compartía fines y muchas más cosas con conservadores clásicos e incluso con otros muy conservadores en la línea de, digamos, cierta tradición ideológica española no muy recomendable.
Creo que se equivocan, como en su día se equivocó Pablo Iglesias y por mucho que parezca que el perfil moderado de Feijóo les empuja a ser otra cosa: ahí donde algunos dentro de Vox quieren colocar el partido no hay gran cantidad de votos que rascar, por mucho que los más forofos se entusiasmen en Twitter con cada nueva muestra de exaltación fiera y por cada tibio expulsado.
Lo peor es que creo de verdad que de seguir así van a condenar al partido a la irrelevancia, no ahora recién celebradas unas elecciones y a punto de otras, pero sí en el medio plazo. Y si no me creen pregúntenle a Iglesias qué quería ser, qué fue y qué es ahora.