
A los independentistas catalanes les conviene un Gobierno de Pedro Sánchez y les sobran los motivos para apoyar la investidura del líder socialista. Los indultos, la reforma del Código Penal para eliminar la sedición y abaratar la malversación, el trato bilateral con la Generalidad, las promesas sobre la condonación de la deuda, un nuevo sistema de financiación autonómico a la carta, traspasos de competencias, inversiones, ausencia del Estado en Cataluña... La lista es larga. También incluye una "consulta" sobre el acuerdo político que se alcance en la mesa de diálogo establecida entre el Gobierno y el Govern catalán la pasada legislatura. Y todo esto sólo de entrada, nada más sentarse a hablar. De modo que es mucho más lo que pueden conseguir si asientan cuatro años más a Sánchez en la Moncloa que si optan por negarle sus votos.
Bajo este contexto, se tiende a descartar la repetición de las elecciones generales y se da por sentado que Pedro Sánchez será investido como presidente. Las únicas dudas parecen estribar en los plazos y en la concreción de las medidas. ERC está por la labor. Ya apoyó al Gobierno del PSOE y Podemos en la pasada legislatura y no encuentra motivos para no repetir el negocio. Pero otra cosa es Junts per Catalunya (JxCat). Y aún muy otra su líder "espiritual", el prófugo Puigdemont, a quien una parte del independentismo no menor presenta como un "mártir" de la causa catalana "exiliado" en Waterloo, el presidente "legítimo", una especie de figura providencial a quien más que seguir adoran tras peregrinar al chalet que llaman la "Casa de la República". Para mucha gente en Cataluña, Puigdemont es más que un político, es un héroe, casi un santo, alguien que les prometió la independencia y cumplió, aunque sólo fuera durante ocho segundos.
A toda esa gente, España les da lo mismo y cuanto peor vayan las cosas, mejor para ellos. Sus alegrías son las desgracias de España. Hace años que desconectaron de la realidad y lo que suceda en el Congreso o quién vaya a ser el presidente del Gobierno les importa un pimiento. No tienen nada que ver, claro, con los empresarios que tratan de influir o directamente presionar al líder separatista para que se rinda, tire la toalla, acepte un trato con Sánchez y permita un nuevo Gobierno socialista que engrase sus negocios y les permita controlar el reparto de los fondos europeos. El dilema de Puigdemont es hacer caso a unos u a otros, a quienes pusieron sus bienes y empresas a buen recaudo fuera de Cataluña cuando el golpe o a quienes, menesterosos o no, han mantenido viva la llama del 1-O, la fecha del referéndum ilegal grabada a fuego en cientos de miles de independentistas.
Los mensajes de Puigdemont y sus afines en las redes sociales anticipan que JxCat se abstendrá en la investidura de Sánchez. Antes del recuento del voto de los españoles residentes en el extranjero, ese era el mal menor y al presidente del Gobierno en funciones le bastaba con esa postura de Puigdemont. Pero ya no es el caso. De ahí el arrebato trumpista de Sánchez de reclamar a la Junta Electoral el repaso de los votos nulos en Madrid.
Tratándose de Puigdemont, puede ocurrir cualquier cosa. En los agitados días de octubre de 2017 pudo haber evitado su propia tragedia convocando elecciones autonómicas, pero prefirió pasar a la historia, aunque fuera como un guiñapo, forzando una votación secreta en el parlamento catalán sobre la independencia. Ahora mismo sólo él sabe lo que va a hacer, aunque ni siquiera eso es seguro. Además, no se fía de casi nadie y a la exigencia de una amnistía y un referéndum debe añadirse que no quiere un pacto con Sánchez, sino con la Corona y con el Poder Judicial. Eso es lo que dicen que dice.
