
Al Partido Popular de Feijóo le acaba de ocurrir lo peor del juego de la Oca, a saber: que se siente en la necesidad de empezar de nuevo la partida desde la casilla inicial tras haber caído su ficha justo encima de la calavera. Y a ver cómo se las arreglar ahora para vestir el muñeco de la dignidad cara a la opinión pública. Porque lo de sentarse humildemente con los sediciosos de Puigdemont y con los estraperlistas PNV por ver si sonara la flauta de una abstención separatista mancomunada y a dos bandas, como que no se compadece mucho con la memoria todavía viva de aquellos alardes de inflamada españolidad combativa de cuando las concentraciones multitudinarias en la plaza de Colón.
Aunque no se trata de un trance exclusivo del PP, pues en realidad es el orden político español en su integridad el que acaba de volver a la casilla de salida. Una casilla de salida que se remonta a los inicios de la Transición, y cuya lógica interna de funcionamiento impone que las minorías centrífugas vasca y catalana condicionen siempre la gobernabilidad de España. Siempre. Incluso hasta el extremo en verdad humillante de que, por muy encabronados y subidos al monte que se muestren los independentistas catalanes de derechas, el PP se vea impelido a intoerlocutar de eventuales acuerdos de investidura con ellos en un mismo plano de honorabilidad teórica.
El próximo lunes, cuando a Feijóo le toque hacer encajes de bolillos con las frases amables frente a unos mandados del Payés Errante, quizá en Génova alguien se arrepienta de la muy necia y miope alegría con la que desde esa sede se hizo de todo, incluido lo inconfesable, a fin de lograr que Ciudadanos desapareciese para siempre del mapa político español. Quizá el lunes recuerden, y con amargura, que sin un apoyo significativo de escaños catalanes es imposible gobernar España. Y ese apoyo significativo, una vez muerta y enterrada CiU, solo se lo podría haber proporcionado Ciudadanos. Igual hasta lamenten aquellas prisas tan imperiosas para liquidarlos, pero ya será tarde.
