
—Supongo que habrás viajado por el extranjero.
Sancha se me quedó mirando sorprendida de que iniciara una conversación con estas palabras, porque sí, por supuesto había estado "en el extranjero". Hoy en día todo el mundo viaja, visita y hace turismo, muy especialmente en el resto de Europa.
—Quizás no me expresé bien, querida Sancha, me refería más bien a si habías residido en el extranjero, si te habías apercibido de la vida en el día a día, si habías pasado por esos pueblos desolados y silenciosos que caracterizan los campos de Francia y Alemania.
—He de confesar que yo no he tenido necesidad de bregar en el extranjero, pero mi hijo sí que lleva unos años por allí y, ahora que lo mencionas, cuenta que apenas se ve gente por la calle a partir de cierta hora, y que esto resulta mucho más acentuado en los sitios pequeños. Siempre que hablo con él, me dice que una de las razones por las que añora España es por la alegría que hay en la calle. Tal vez tenga que ver con el clima en esos nebulosos países.
—Una alegría un poco ilusoria, me parece a mí, pues tu hijo debería estar más actualizado y darse cuenta de que en España, muy especialmente en los pueblos, ya casi no se ven niños jugando o gente joven por la calle, no se oyen risas, canciones ni música, y cada vez más impera un silencio de muerte como en el resto de Europa.
—Cierto, aunque yo no diría que es solo cosa de jóvenes y niños, sino de que todo el mundo se queda en casa y sale solo para lo más imprescindible: compras, trabajo, deporte, etc.
—También habrás caído en la cuenta de que, en ese sentido, en España nos estamos volviendo cada vez más europeos, y eso a pesar de que el clima es mucho mejor. "Qué sería de este corral sin sol", decía Valle-Inclán. Y no solo deberíamos achacarlo al trauma colectivo del encierro durante la pandemia, como tratan de justificar algunos, sino también a las consecuencias a largo plazo de una política reñida con la familia.
—Vaya, esto es nuevo, ¿no podrías explicarte un poco mejor?
—Como habrás oído, España es uno de los países con menor índice de natalidad del mundo, lo que ha causado un envejecimiento acelerado y creciente de la población. Es decir, los jóvenes de antaño que inundaban pueblos y ciudades son los viejos de hoy. Además, aunque en clara minoría respecto a sus mayores, los niños y jóvenes actuales "salen" mucho menos a la calle y tienen, por cierto, otras distracciones más vinculadas a las nuevas tecnologías. Esa puede ser una explicación a "la soledad de o en los pueblos", aunque no la única, por supuesto.
—Sigues sin aclararme qué tiene eso que ver con la política, y no sabría decir si te refieres a la política nacional o a la europea.
—A ambas, pues ciertamente llevamos bastantes años en los que se imitan servilmente las directrices culturales que emanan de Centroeuropa sin aplicar en cambio los paliativos que han surgido en algunos países. Quiero decir que muchos estados nórdicos han querido compensar el creciente envejecimiento de la población con medidas económicas que alienten la propia natalidad, como el famoso Kindergeld de los alemanes. Eso significa apoyo a la familia tradicional, pues se trata de que la RFA paga actualmente doscientos cincuenta euros al mes por cada hijo hasta la mayoría de edad, con lo que las parejas heterosexuales pueden valorar la generación de infantes e incluso decidir que uno de los cónyuges renuncie a trabajar poco o mucho para poder dedicarse a los hijos. Las compensaciones económicas están ahí para el que libremente quiera acogerse a ellas y, aunque en nuestro país fuera excesivo dar esa cantidad al mes, se podrían considerar doscientos euros al mes, por ejemplo, pero de una manera constante y restringiéndolo a la ciudadanía.
—No me parece mal y desde luego mucho más inteligente y menos gravoso que "la renta básica incondicional" que propugnan algunos partidos. Pero ¿de qué ciudadanía hablas, no somos todos ciudadanos?
—Hablo de la ciudadanía española, mejor llamada nacionalidad, que no se debería regalar porque sí al primero que llega, y que daría derecho, no solo al voto político o al acceso al funcionariado, sino a gozar de ciertas prestaciones que el inmigrante tendría que ir ganando poco a poco en un largo proceso de adaptación que pasa por lengua y costumbres.
—Delicado tema es ese, querido amigo, del que no me explico te atrevas a hablar...
—En realidad, a donde quería llegar es al tema de la inmigración legal y, sobre todo, la ilegal, esta última tan actual y tan acuciante en los países del sur de Europa. Quizás no sea un problema, sino la solución que nos está sirviendo en bandeja la Unión Europea porque no tiene más remedio, porque no sabe qué hacer o incluso porque le venga bien.
—¿Qué estás diciendo?
—La ecuación es simple. No hay que ser un lince para darse cuenta de que, tras largos años de ideología de género y ambiente social hostil a la familia tradicional —patriarcal, dirían las feministas— y de un consecuente descenso de la natalidad —descenso tanto más acusado cuanto más extremista se vuelve un país, como España—, hace falta gente joven que trabaje en la producción y, sobre todo, en los servicios, sin excusar los impuestos al trabajo y al consumo para sostener las pensiones de ese ejército de viejos necesitados de asistencia sanitaria que se tuestan en las costas del sur de Europa. Esos jóvenes serán los inmigrantes, y no debe importarnos el color de la piel o que vengan de culturas extrañas con diferente idioma o religión, que sufran problemas de adaptación o que incluso causen conflictos, que formen guetos al no encontrarse con el ambiente cultural que esperaban, tan diferente del suyo. Ayudarán a sostener un sistema en quiebra, decadente sugieren algunos, por la falta de niños que no desea tener la mujer española. Por eso las instituciones europeas no proceden de manera drástica contra la inmigración ilegal, como sin duda se podría hacer, aunque, para no alarmar a los votantes, adoptan una hipócrita postura humanitaria.
—¿Qué se debería hacer, según vos, acaso torpedear las pateras desde las lanchas del ejército para que se hundieran con todos sus ocupantes?
—Por supuesto que no, dulce Sancha, pero la solución no está en negociar con los países de los que provienen —a menudo solo países de paso— para que acepten la "devolución" de inmigrantes. Estos países ya se han dado cuenta del negocio y se aprovechan como los reinos cristianos de los reinos taifas en nuestra Edad Media, ya que estos últimos pagaban parias para que los dejaran en paz. Naturalmente, a la larga no los dejaron en paz, sino que los ocuparon, como sabemos los que hemos estudiado un poco de Historia.
—Entonces, ¿qué solución propones?
—Quizás no haya que buscar solución a lo que es un trasvase de pueblos, una invasión pacífica de los países pobres a los ricos sin que realmente se pueda hacer nada para impedirlo. Ya ves cómo están Italia y Francia de magrebíes y africanos, Inglaterra con hindúes, pakistaníes y otras etnias, Alemania con turcos, eslavos y sirios, etc. Alguna vez le tenía que tocar a España, y hasta es una suerte que la inmigración procedente de nuestras antiguas colonias sea más afín en cuanto a costumbre, lengua y religión.
—Ya te voy entendiendo: en el caso de España propones algo que horroriza a cierta izquierda. Consiste en las medidas de protección y aliento a la familia tradicional cuya ausencia ha sido la causa última de "el silencio de los pueblos", aunque este silencio próximamente se pueda llenar con la risa de niños extranjeros. ¿Te parece mal?
—Mi opinión no importa, querida Sancha. Procuro no juzgar, que es lo más fácil, sino analizar. Pero si nuestras instituciones quisieran prevenir la afluencia de una inmigración excesiva y, sobre todo, ilegal, si fueran sinceras harían lo posible porque nacieran más niños españoles herederos de una tradición y de unas costumbres que, evidentemente, se encuentran en crisis. En eso consiste una sociedad sana, en el "creced y multiplicaos" de la Biblia. El blindaje de costas y fronteras no es suficiente, aunque pueda servir para desanimar a muchos inmigrantes de países pobres.
—Mucho daría para hablar el tema.
—Y poco espacio para ello. Si algunos políticos que no nombraré hubieran mencionado estos asuntos y puesto en conexión la creciente inmigración con la crisis de la familia, tal vez hubieran llegado más lejos. Son muchos condicionales. Se imaginan esos gurús del marketing político, muy lejanos al latir de la sociedad, que hay que evitar unos temas "delicados" de los que, según ellos, la gente no quiere oír hablar. Muy al contrario, hablemos de lo fundamental y no de lo superfluo. Hablemos de la familia.
