
Sé, querido lector, que en las últimas jornadas han ocurrido hechos importantes en España, que Gabriel Rufián se ha pronunciado en los términos más duros sobre el disfraz del rey Baltasar en la cabalgata de Sevilla, también que el país entero ha permanecido en vilo durante varios días por la suerte de un monigote de cartón en una calle secundaria de Madrid. Pero permítase, siquiera por una vez, que levante la vista de la palpitante actualidad nacional para echar un vistazo somero a lo que ocurre por ahí fuera. Porque, dentro de un suspiro, el gran político que pasará a la historia por haber acabado, y para siempre, con la globalización, Donald Trump, muy probablemente volverá a ocupar la Casa Blanca.
Aquí no lo sabe nadie, pero cuando se les pregunta a los obreros mexicanos de la industria automovilística por el líder que más admiran, el nombre que pronuncian no es el de Emiliano Zapata o el de Pancho Villa sino el de Trump. Porque cuando Trump desmanteló de una patada en la mesa el tratado de libre comercio con México, impuso una condición muy clara a las empresas instaladas allí si querían seguir vendiendo sus coches al otro lado de la frontera, a saber: en el plazo de cinco años, cinco, los trabajadores mexicanos tendrían que cobrar lo mismo que los norteamericanos. O cobraban lo mismo o los coches no iban a cruzar la raya. Así de fácil. Una exigencia que, por cierto, se ha cumplido. Primero los Estados Unidos, ya saben.
Resulta que el nuevo orden mundial consiste en cosas tan sencillas como eso. Y después está el cuento de que China se iba a comer el mundo. Y es que China no se va a comer nada. Bush hijo, que no era ningún imbécil como tanto se predicó entre nosotros, puso en marcha la tercera gran revolución del capitalismo a lo largo de su historia, algo infinitamente más importante que las nuevas tecnologías de la información: el fracking. Estados Unidos y Rusia —no China— van a ser los dos grandes ganadores del siglo XXI. Porque ambos disponen ahora de energía baratísima (para ellos) y en cantidades inmensas, colosales. China y Alemania, en cambio, no tienen nada. Nada de nada. Bienvenidos a la postglobalización.
