La fuerte sequía que sufren amplias zonas de España pone sobre el tapete el contrasentido de un país donde sobra el agua, como el nuestro, obligado a someter a la población a duras restricciones del consumo por la negativa de sus gobiernos a ejecutar un Plan Hidrológico Nacional.
La prolongada falta de lluvias en la franja oriental es un fenómeno recurrente que en los casos de las cuencas del sur tiene un carácter estructural, lo que provoca fuertes desequilibrios en las reservas hídricas anuales respecto al norte y oeste de la península, donde las lluvias son siempre abundantes. Pero esa es solo una circunstancia más de nuestra orografía que puede equilibrarse llevando agua desde donde sobra hasta donde resulta necesaria, una solución elemental que, sin embargo, un presidente socialista se encargó de esterilizar dando al traste con una infraestructura que hubiera resuelto definitivamente todos los problemas de falta de agua, también en Cataluña.
La cancelación del Plan Hidrológico Nacional elaborado por el Gobierno de Aznar en 2001 fue la primera decisión del presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero nada más llegar a La Moncloa, una derogación fulminante presentada por la izquierda y el separatismo como un triunfo político que sus protagonistas celebraron por todo lo alto. Unos y otros se encargaron de vender que el trasvase del Ebro, piedra angular del referido plan, esquilmaba un recurso natural de primera necesidad como el agua para llevarlo a otras regiones donde se despilfarraba. Con un odio al resto de España que ahora se ha revelado suicida, socialistas e independentistas ocultaron que una de las regiones más beneficiadas por esta infraestructura iba a ser Cataluña, receptora neta de 200 Hm3 anuales de agua trasvasada con los que hubiera paliado, sobradamente, la situación de sequía actual.
A cambio de cancelar un proyecto de inversión financiado al 80 por ciento por la UE, Zapatero se sacó de la manga las desalinizadoras, una solución reservada para las islas y zonas similares a donde no es posible llevar agua dulce, que los socialistas presentaron como la solución definitiva y ecológica a los males endémicos de España en materia hídrica. Veinte años después, las famosas desaladoras de Zapatero no se han construido, las que se han construido apenas funcionan, las que funcionan contaminan de manera brutal y todo el proyecto AGUA ha servido fundamentalmente para el surgimiento de una trama de corrupción, el caso Acuamed, investigado en la Audiencia Nacional por los amaños en la licitación de estas obras.
Aznar ha señalado acertadamente que las miradas de los catalanes ante estas restricciones en el consumo de agua deben dirigirse a Zapatero. El presidente del PP, sin embargo, evita señalar que su partido gobernó España siete años después durante dos legislaturas consecutivas, la primera con mayoría absoluta y, sin embargo, el Gobierno de Rajoy dejó el PHN en el cajón de los proyectos finiquitados. En su descargo puede aducirse que la pavorosa recesión heredada de ZP hubiera hecho muy difícil la ejecución de una obra de esa envergadura, para la que ya no había financiación continental.
Josep Borrell, socialista y catalán, además de alto dirigente de la UE, debería también participar en este debate, no en vano su PHN, diseñado a comienzo de los 90 del siglo pasado, era aún más ambicioso que el de Aznar. En aquella ocasión tampoco salió adelante por las presiones de los partidos nacionalistas cuando el felipismo tocaba a su fin y ya apenas tenía peso político.
Unos y otros hicieron imposible la infraestructura más rentable de la historia de España si se hubiera construido. La izquierda y el separatismo, al menos, son consecuentes: ambos se asociaron para impedir el Plan Hidrológico Nacional porque, además de sus incuestionables beneficios económicos, es una de esas empresas históricas que vertebran a la Nación y fortalecen sus vínculos internos, justamente los dos principios que les causan mayor rechazo.

