
El visitante ocasional de Barcelona sabrá que en la ciudad existe, y ya desde hace algún tiempo, un problema idiomático para que los clientes de los taxis logren comunicarse con sus conductores; un problema que no remite, como supongo pensará el lector, a que los taxistas se dirijan de modo exclusivo en el idioma vernáculo a su interlocutor. Porque no, la cosa no va de eso; la cosa va de algo más heavy, a saber: va de que en Barcelona abundan de un tiempo a esta parte los conductores de taxi paquistaníes que no solo no conocen la ubicación de las calles de la capital sin apelar al auxilio constante del GPS, sino que en muchos casos tampoco son capaces de hacerse entender mínimamente en español, lo que puede acabar convirtiendo en una apasionante road movie de aventuras cualquier anodino trayecto urbano con destino teórico al Paseo de Gracia o a la Rambla de las Flores.
Bien, así las cosas, el principal sindicato de los taxistas locales puso en marcha una campaña reivindicativa a fin de exigir a la Generalitat que su competencia directa, los conductores de Uber, debiera acreditar para poder conducir los vehículos un título oficial de… catalán. En concreto, los dueños de los taxis reclamaban que fuera requisito insoslayable para los chóferes de la plataforma el disponer del certificado de nivel B-2, grado intermedio previo al famoso C, sabedores de que muchísimos conductores extracomunitarios no van a resultar capaces de obtenerlo.
Una demanda que los nacionalistas con mando en plaza, huelga decir, se apresuraron a satisfacer sin mayor demora. El resultado final ha sido que muchos paquistaníes al volante de taxis continúan sin hablar una palabra de español, al tiempo que los titulares de las licencias de Uber no encuentran conductores para sus coches. Es la metáfora perfecta de la verdad profunda que se esconde tras siglo y medio de empalagoso romanticismo sentimental y falsario a cuenta de la lengua catalana. Porque tras esa montaña de lírica identitaria lo que había era eso: una simple barrera invisible para cerrarle el paso al inmigrante de turno. Y nada más.