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Amnistía, 'cui prodest'

La amnistía auspiciada por Sánchez tiene más en común con las promulgadas bajo las dictaduras sudamericanas en el último cuarto del Siglo XX.

La amnistía auspiciada por Sánchez tiene más en común con las promulgadas bajo las dictaduras sudamericanas en el último cuarto del Siglo XX.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | EFE

La institución de la amnistía asume una larga tradición en Occidente, siendo tan antigua como el propio Derecho Romano, que la codifica tras las primeras aproximaciones griegas. El ideal romano pretendía el perdón como medida de pacificación y concordia, relegando, de manera excepcional, la responsabilidad penal mediante el oblivio in perpetuum.

A los romanos debemos nuestra concepción de lo que resulta justo o injusto o, dicho de otra forma, discernir lo lícito de lo ilícito. En este caso, los administradores romanos, monárquicos o republicanos, otorgaban este "olvido permanente" siempre que supusiera un beneficio general para la sociedad romana, pero sin atención a la identidad de los agraciados. Para esas medidas de carácter particular existían otras fórmulas como la indulgentia o la gratia.

Con el paso del tiempo la desnaturalización de la institución en manos de tiranos propiciaba su uso como actos de clemencia para ganarse el favor de la ciudadanía, escenificar su poder o celebrar un hito relevante, en todo caso, el beneficiario del perdón general otorgado resultaba, en última instancia, el propio déspota.

En el caso de la proposición de ley que la Comisión de Justicia avaló en el Congreso, el propósito de las enmiendas, presentadas por el PSOE, Junts y ERC, con el apoyo de PNV, Sumar y EH Bildu, no es otro que blindar a Puigdemont y otros políticos independentistas en cumplimiento del pacto que garantizó al presidente su investidura. Colocando al presidente en una comprometida situación para afrontar el célebre aforismo, cui prodest. Desde Cicerón, conocer al principal beneficiario permite a la criminalística orientar cualquier investigación para desvelar quién es el autor o responsable de un crimen.

Como máximo responsable y atendiendo exclusivamente a su interés particular, el presidente no ha tenido reparo alguno en negociar con los principios básicos que sustentan cualquier sistema democrático. Al más puro estilo bolivariano, de su antojo, necesidad o capricho dependen la igualdad de los ciudadanos ante la Ley, la división de poderes o la seguridad jurídica. Precisamente de la conjunción de estos elementos y la falta de previsión constitucional nace la imposibilidad de promulgar cualquier amnistía, menos aún como moneda de cambio.

Esta grosera atribución de la facultad de legislar sobre lo que la Constitución no permite, no solo es una aberración jurídica, sino la prueba fehaciente de que nuestra democracia se resiente. Un Estado democrático no concede privilegios y debe subordinar su actuación al interés general. Resulta inasumible en términos democráticos que un acuerdo en el poder legislativo se base en la transacción; impunidad a cambio de votos, es profundamente injusto y, por lo tanto, debería revelarse como ilícito.

De esta forma, lejos de acercarnos al ideal capitolino, la pulsión autócrata del presidente nos lleva directamente al otro lado del océano. No es novedad, muchos veníamos anticipando que su intención no era otra que alcanzar un poder absoluto y con vocación de permanencia, a imagen de las tiranías que sufren algunos países hispanoamericanos. La estrategia ha sido evidente, socavar las instituciones democráticas mediante la colonización de los órganos de control, desactivando con ello los necesarios contrapesos del poder.

En esta confusión entre el interés general, el interés particular y el beneficio propio, la amnistía auspiciada por Sánchez tiene más en común con las promulgadas bajo las dictaduras sudamericanas en el último cuarto del Siglo XX. Todas ellas fueron, como en el caso español, "autoamnistías". Son los gobernantes quienes se conceden el privilegio de no responder ante los tribunales de justicia ni asumir las responsabilidades penales que pudieran derivarse del incumplimiento de la Ley, desprotegiendo con ello a las víctimas de sus delitos.

Ejemplo de ello son el chileno Decreto Ley No. 2191 de 1978, el Decreto No. 11 de 1981 aprobado en Honduras, los Decreto Ley 33-82 y 8-86 de 1982 y 1986 respectivamente, de Guatemala o la Ley 22.924 de 1983 en Argentina. Todas ellas leyes de impunidad que diferentes gobiernos militares se otorgaron para evitar el enjuiciamiento de sus delitos.

En consecuencia, el gobierno "de progreso" de Sánchez ha terminado más cerca de los propósitos normativos de los generales Pinochet, Videla o Policarpo Paz que de nuestra propia experiencia, como la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía que, fruto de un amplio consenso, fue mayoritariamente respaldada tras las primeras elecciones democráticas.

A diferencia de aquella, los españoles no perciben esta amnistía necesaria ni conveniente, ni los delitos que se pretenden, amnistiables. Frente al embaucador artificio que pretende hacer pasar la norma como semilla para sembrar paz y concordia, se distingue sin dificultad que, junto a Puigdemont, el clan Pujol o el resto de los delincuentes favorecidos, el gran beneficiado no es otro que el propio Sánchez.

Ni paz ni concordia, los amnistiados ya han manifestado sin ambages que lo volverán a hacer. Únicamente la repentina convocatoria electoral en Cataluña ha impedido al presidente mercadear dos veces con la misma especie, tal y como pretendía, para obtener nueva renta, esta vez en forma de aprobación de Presupuestos, procurándose con ello una larga y cómoda legislatura. Como ha resultado fallido el intento deberá buscar otros medios para perpetuarse, aunque el daño ya esté hecho.

Cuando un Estado sanciona una amnistía donde los términos de la misma han sido fijados por sus beneficiarios, resulta indiscutible que quien detenta el poder se ha amnistiado a sí mismo o a quien a sus intereses conviene, obteniendo, como es el caso, un beneficio personal y directo de su aprobación. Este tipo de corrupción es la peor de todas porque pervierte el propio sistema. Inmediatamente después se puede certificar que el Estado democrático y de derecho ha desaparecido, es posible ejercer el poder ilimitadamente porque los contrapesos y órganos de control ya no sirven.

Al menos, esta "autoamnistía" ha sido mayoritariamente rechazada en la calle, los ciudadanos están respondiendo cívicamente ante la deriva autoritaria de un gobierno que compromete seriamente nuestras libertades, sabedores de que es necesario que el poder encuentre límites. Que el Estado de derecho sea respetado y, llegado el caso, sea defendido por jueces valientes e independientes que cuenten con el apoyo decidido de los partidos políticos y de la sociedad civil que aún cree en los principios liberales que consagra nuestra Constitución. De lo contrario comprobaremos que así empiezan a morir las democracias.

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