Para algunos resultará una mera coincidencia el hecho de que en la misma semana se haya publicado la declaración del Dicasterio para la Doctrina de la fe sobre la "dignidad infinita" de la persona humana, (8 de abril del 2024, en la solemnidad de la Anunciación del Señor) y la iniciativa del Parlamento Europeo para promover la inclusión del aborto en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (11 de abril del 2024, aniversario de la firma de los tratados de Utrech, que ponen fin a la Guerra de Sucesión). Para mí, mas bien, resulta el enfrentamiento irremediable entre dos concepciones culturales que se han ido formando hasta los estertores de este cambio de época: la cultura de la acogida, la defensa y la promoción de la vida humana, por un lado; y la cultura de la muerte, o mejor, del rechazo, el descarte y la autoafirmación de sí mismo por encima de cualquier otro.
¿Por qué deberíamos considerar un avance en la conciencia de nuestra sociedad la Declaración universal de los derechos humanos de 1948 cuando en realidad en todos estos años con demasiada frecuencia no hemos sido capaces de aplicarlos ni defenderlos? Ni siquiera el primero de los derechos, que es el de existir. ¿Para qué sirve declarar que todos los seres humanos tenemos la misma dignidad desde el momento en que nacemos, si al final nosotros decidimos quién es digno de nacer o de vivir? ¿no será que en estos setenta y cinco años aún no hemos sido capaces de entender cuál es en realidad el fundamento y lo que da dignidad a un ser humano?
José Ortega y Gasset es el filósofo español que más influencia ha tenido en el siglo XX y que se hizo célebre por su expresión "yo soy yo y mi circunstancia". En esta frase alude a nuestra vida como algo concreto y personal, pues cada uno realiza el drama del ser, que "se nos dispara a quemarropa". Decir que el ser humano tiene una dignidad infinita es afirmar, en palabras de ese otro gran filósofo español Xavier Zubiri, que tiene un valor absoluto —dentro de su relatividad—. Es decir, que debe ser amado y respetado más allá de toda circunstancia. La persona humana es un don y una tarea que se realiza en el tiempo, e implica una vocación, o sea la respuesta a una llamada, que es la existencia, y nadie tiene derecho a ahogar.
En el número 7 del documento del Vaticano se distinguen cuatro niveles o tipos de dignidad. Pero tanto la moral como la social, que nos entroncan con la libertad humana limitada, encuentran su raíz en la existencial y la ontológica. La dignidad ontológica de un ser humano no se adquiere ni se pierde. No puede depender de ninguna de sus circunstancias. No aumenta o disminuye por el hecho de ser reconocida, sino que depende estrictamente del hecho de existir. ¡Es o no es! Y su fundamento, como viene explicado más adelante en los números 26 a 28 de la declaración, radica en su estructura relacional, es decir, en su capacidad de amar y ser amado.
¡Ese es el gran problema de quienes fundamentan la dignidad de la persona sólo en su autonomía! "La dignidad se identifica entonces con una libertad aislada e individualista, que pretende imponer como derechos, garantizados y financiados por la comunidad, ciertos deseos y preferencias que son subjetivas" (n. 25). La capacidad que tiene el ser humano para establecer los fines de su propia acción es el efecto, más que la raíz, de su dignidad de ser. En definitiva, en esta concepción la libertad viene desligada de su naturaleza y propuesta como voluntad de acción o puro deseo.
De esta manera, estos nuevos presuntos derechos, no son más que una manifestación del fracaso del hombre de hoy, que se ha rebelado contra su propia naturaleza y se ha hecho así incapaz de formar una familia (derecho de divorcio, de la maternidad subrogada y de las ideologías de género), de acoger la vida (derecho de aborto) y de cuidarla (derecho a la eutanasia). Son las propuestas de la cultura de la muerte, que encuentra su máxima expresión en el genocidio de los niños aún por nacer y nos llevan al suicidio demográfico de Europa. Los tratados de Utrech pusieron fin a una guerra que afectaba a toda Europa y buscaba dar solución a la falta de sucesión del último representante de los Habsburgo. La nueva propuesta de incluir el aborto en la Carta Europea es una llamada a la extinción y una premonición de la guerra que se nos viene encima. Como recordó la Madre Teresa de Calcuta en su discurso cuando recibió el premio Nobel de la Paz: "Pienso que hoy en día el más grande destructor de la Paz es el aborto, porque es una guerra directa, una matanza directa, un asesinato directo hecho por la misma madre". Creo que una Europa que aprobara tal propuesta convertiría la Declaración universal de los derechos humanos en papel mojado, y perdería el derecho a invocar la paz.