
Los socialistas nunca han creído en la independencia del poder judicial, una falta de convicción visible desde 1985, cuando enterraron a Montesquieu sin pena ni remordimiento. Los populares, por su lado, nunca creyeron en la independencia del poder judicial lo suficiente como para asegurarla. Así se estableció el turnismo en el reparto del Consejo General del Poder Judicial, que ha operado con distintas reglas, aunque siempre dentro del mismo juego. El sistema ha resultado pésimo para la separación de poderes, pero ni siquiera era bueno en su funcionamiento. El deseo de control, tan insaciable, y los abusos que fomenta un mecanismo de ese tipo necesariamente acaban por griparlo.
El acuerdo suscrito por PSOE y PP se mantiene en la lógica perversa del reparto, aunque la mitiga con más equilibrio y con el requisito de mayorías reforzadas. Al mismo tiempo, abre la puerta a un cambio de modelo que deberá contar con la participación directa de los jueces, pero que tendrá que aprobar un Congreso donde son mayoría los que no creen o no quieren la independencia del poder judicial. Hablamos, entre otros, de los que combinan la voluntad de desjudicializar la política con la querencia por politizar la Justicia. Por esa incertidumbre, este acuerdo bueno dentro de lo malo es, en lo esencial, un acuerdo de pronóstico reservado.
La mediación de la Comisión Europea, que pudo parecer algo estrambótico y hasta humillante, en lo que tenía de signo de incapacidad e inmadurez, al final ha resultado positiva. Dar cuenta de lo que se pretendía hacer ante quienes ya veían con poca benevolencia el estado de cosas aquí, ha sido determinante para que la pulsión del Gobierno por controlar el poder judicial haya tenido que moderarse. Una cosa es trampear de puertas adentro y otra distinta, que te señalen falta desde Bruselas.
El acuerdo tiene costes políticos, como cualquier acuerdo con cesiones de ambas partes, pero por aquello de que al Gobierno se le concede de forma automática la posición de predominio, todos los ojos estaban puestos en el coste para el PP y para Feijóo, personalmente. Se obviaba así que el PSOE también tiene costes, entre los que no es el menor la renuncia al control total por el que llevaba años pugnando. De ahí los reproches de sus socios y aliados. El ultimátum que dio Sánchez, en cuanto pasaron las europeas, fue una maniobra para tratar de reducir el coste en cuestión. Dio un ultimátum cuando no hacía falta para ganar esa batalla del relato que tanto le importa.
La polarización política, instigada de primera mano por el Gobierno, se ha demostrado un instrumento relativamente eficaz para mantenerse en el poder, pero también se ha ido demostrando que no es un instrumento eficaz para gobernar. Para más, cuando hace falta pactar algo importante con el archienemigo, la polarización siempre pasa su factura indignada. Ahí sólo se admiten victorias y derrotas totales. Claro que ahora todo el mundo tiene sus cursos y masters de cabalgar contradicciones. Por eso puede simultanearse el rechazo más rotundo a los partidos que firman el acuerdo con seguir gobernando con ellos o apoyando su Gobierno. Cuando, en la coherencia del todo o nada, lo suyo es romper la baraja.
