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Diego González

"Perrhijos"

De todos los términos paridos por la posmodernidad, para mi este es el peor, por el trasfondo del que viene: "Soy mami de dos perrhijos".

De todos los términos paridos por la posmodernidad, para mi este es el peor, por el trasfondo del que viene: "Soy mami de dos perrhijos".
Pixabay/CC/EddieKphoto

Dice la sabiduría popular que cuando se alcanza cierto tiempo soltero cualquier web se convierte en una aplicación de citas. Linkedin, Wallapop, la app del supermercado o los comentarios de las noticias, si hay una fémina al otro lado de la pantalla, se le tira la caña, las redes y la flota pesquera completa del Atlántico Norte si es necesario.

Las apps de citas, como el resto de redes sociales, condensan lo mejor y lo peor del ser humano. Son una herramienta increíblemente útil para conocer gente, y simultáneamente son la peor forma posible de hacerlo fuera de la cárcel; el juego de la seducción se convierte en ver quién realiza la puja más alta en un mercado de carne. Desde el punto de vista antropológico, sin embargo, Tinder es una mina, una investigación de campo donde el sujeto de estudio es uno mismo, una autoetnografía, por usar el término que se inventaron los de letras (perdón: "ciencias sociales") para poder colar sus colecciones particulares de anécdotas como tesis doctoral.

En una app de citas la mayoría de las cortesías y convenciones sociales que fingimos en nuestra vida normal no existen. Es un salvaje oeste del ligoteo, un anarcocapitalismo del metesaca al que uno tiene que ir mentalmente preparado. Para empezar porque todo el mundo miente, todo el rato, especialmente sobre sus intenciones, pero sobre todo porque el resultado más frecuente en cualquier interacción dentro de una app de citas es la nada. El silencio. Y los humanos estamos preparados para muchas cosas, pero no para ser sistemáticamente ignorados. Aquello de no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, pero en versión digital.

La segunda causa de frustración más común en este tipo de tugurios electrónicos es la gestión de expectativas. Hay muchas razones por las que la gente no es capaz de ver que la persona con la que está charlando por escrito no es alguien con quien realmente tenga demasiado en común; la principal de todas es el miedo a la soledad, pero hay también cierta ceguera involuntaria del que se niega a que ese hormigueo en la boca del estómago se convierta en otra desilusión. Así que se sigue adelante con la relación, que pasa a desarrollarse en el mundo tangible, y se le dedica tiempo a una persona hasta que la situación ya es insostenible y llega el momento Rosario de la Aurora.

Para evitar esta clase de situaciones embarazosas viene bien tener claros criterios de descarte inmediatos: términos que cuando aparecen en la pantalla del móvil no sólo sean motivo de descarte automático, sino de incineración del dispositivo, desinfección corporal y entrada en un monasterio benedictino o convento de Carmelitas descalzas. Y ahí es donde entra la palabra del título. De todos los términos paridos por la posmodernidad, para mi este es el peor, por la horrenda falsificación de la realidad que supone, pero también por el trasfondo más profundo del que viene. "Soy mami de dos perrhijos", no mira, Jessica Vanessa, lo que eres es dueña de dos mascotas. Y boba, también.

En un mundo de gratificaciones instantáneas, criar niños, mantener a otro ser humano durante décadas, física, emocional y económicamente, va contra corriente. Es así, hagámonos a la idea, y va a ir a peor: la tasa de natalidad no hace más que reducirse en todo el planeta, especialmente en occidente, y es una tendencia que de momento parece irreversible: estadísticamente cada vez más gente no quiere tener hijos o no encuentra con quién. Sin embargo, sucede que ese instinto existe, en mayor medida en las mujeres, pero no sólo. Y de repente, a los treinta y muchos o cuarenta y tantos alguien se compra un perro o adopta un gato para que le haga compañía y descubre la maravillosa sensación de cuidar, y que dedicarles tiempo a otros seres a cambio de nada, de la mera gratificación de hacerlo, es uno de los privilegios que se nos ha dado como humanos. Y como al final la cabra tira al monte y nos gusta dotar de cierta trascendencia a nuestras vidas, se inventan palabras que eleven sus elecciones y sus circunstancias vitales a categorías que antes estaban reservadas para la descendencia, no para las mascotas.

En las noches de verano, cuando el ventilador de mi habitación no puede hacer nada salvo remover perezosamente el aire caliente y las sábanas se pegan a la piel como el papel a las magdalenas, me dedico a imaginar futuros distópicos. En uno de ellos existe una seguridad social para mascotas, que pagamos todos, y que garantiza atención gratuita para todos los animales domésticos. "Son familia", dicen los defensores de los animales. "Nadie debería verse abocado a la ruina por curar a un familiar". El debate ahora es si el Estado debe subvencionar las guarderías para perros y gatos, mientras sus dueños, perdón, sus padres, trabajan. En Tinder, una mujer de 44 años se define como "madre de dos ficus", y recibe comentarios furiosos de los padres de gatos y hámsteres: "¡Menuda aberración! ¡Una planta no es como un hijo!".

Feliz verano a todos.

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