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EDITORIAL

El circo catalán no deja de sumar pistas

Si alguna vez existió esa Cataluña más culta, emprendedora y capaz hace mucho que falleció ahogada bajo toneladas de nacionalismo paleto, autocomplacencia y esperpento.

Este jueves Cataluña ha tenido otro de sus días históricos, esos momentos que parecen más habituales allí que en casi ningún otro punto del planeta, en los que la política y los medios de la región engolan la voz e intentan hacernos creer, quizá porque ellos mismos lo creen, que está sucediendo algo muy importante que recordarán las generaciones futuras.

Pero como suele pasar en esa parte de España, lo histórico acaba siendo más bien grotesco, las grandes decisiones se toman en conciliábulos tan lamentables como la militancia de formaciones políticas radicales y sectarias –ora las CUP, ora ERC–, las repúblicas duran ocho segundos, las movilizaciones no triunfan en días de playa y los prohombres se sacrifican viviendo a todo trapo en un exilio hacia el que partieron en el maletero de un coche.

Precisamente, este jueves ha vuelto tras años huyendo de la Justicia el presunto delincuente Puigdemont, una presunción muy cercana a la certeza porque todos vimos en directo como cometía, siempre presuntamente, numerosos delitos. El expresidente de la Generalidad parecía buscar un recibimiento como el de Fernando VII cuando todavía era el Deseado pero, fiel a su estilo y al de Cataluña, ha acabado convirtiendo todo en una charlotada.

Puigdemont ha estado en el exterior del Parlament sin que se produzca su detención, mientras en el interior y entre grandes aspavientos se suspendía la sesión con el acuerdo, entre otros, de algunos que le odian con toda su alma y que han reanudado la investidura en cuanto han podido. Todo teatro e hipocresía.

Cataluña se enfrenta a serias dificultades políticas, económicas y sociales, fruto de décadas de imposición nacionalista y gobiernos disparatados, pero quizá todavía le ocurre algo más grave, que es su descomunal problema de autopercepción: una parte de la sociedad catalana se contempla en el espejo y ve al faro de Occidente, la región más culta, competente, poderosa y hábil en los negocios, la nación sin parangón en buena parte de Europa y no digamos de España. Está claro que se ven y se creen superiores, ya que sin ese sentimiento de superioridad no desearían desembarazarse de la rémora que se supone que es para ellos el resto de España.

La realidad, por supuesto, es que si alguna vez existió esa Cataluña más culta, emprendedora y capaz hace mucho que falleció ahogada bajo toneladas de nacionalismo paleto, autocomplacencia y esperpento. Y este jueves hemos podido volver a contemplarlo en ese circo en el que se ha convertido la política catalana al que ha vuelto su más famoso equilibrista.

Lo peor de todo, no obstante, no es tanto que la política en Cataluña sea un espectáculo circense, sino que una vez más el show lo pagamos el resto de españoles. Es cierto que esto no es una novedad: así viene ocurriendo como mínimo desde Cambó, pero también lo es que gracias a Pedro Sánchez y los suyos el precio nunca ha sido más alto.

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