
Nací en Madrid pero hace 19 años que vivo en Barcelona. Vine aquí porque conocí a una chica durante unas vacaciones estivales el siglo pasado y supongo que dos hijos más tarde puedo decir que lo del rollo de verano se nos fue de las manos. Cuando le conté a mis amigos catalanes que tenía una novia barcelonesa la primera pregunta fue una y solo una. No "cómo se llama", "cómo os habéis conocido" o "tiene las pupus gordas", tres reacciones perfectamente esperables, sino "¿Es catalana catalana?", así, sin coma ni nada. Es una pregunta que no es siquiera formulable en cualquier otra región de España. El concepto "madrileña madrileña" o "murciana murciana" simplemente no existe en este plano de la realidad. "Castellanoleonesa castellanoleonesa" es incluso difícil de pronunciar sin sufrir un ictus.
"Catalán catalán" puede querer decir catalán de buena familia, catalán de socarrel, catalanoparlante o simplemente catalán que no tenga ninguno de sus apellidos visibles contaminados con una terminación en -ez, como yo mismo, o como mi abundante familia catalana pero no catalana catalana. En Cataluña incluso la gente menos nacionalista acepta como inevitables determinados conceptos que en cualquiera de los otros 475.000 kilómetros cuadrados de nuestro país son alienígenas. Décadas de hegemonía nacional-separatista y, sobre todo, de renuncia por parte de los adversarios a contrarrestar el relato chovinista de las élites regionales han llevado a un sistema de valores completamente averiado. Por eso, por poner otro ejemplo, en las papeletas electorales de los partidos independentistas todos los candidatos, con escasísimas excepciones, aparecen con la conjunción "i" uniendo sus apellidos. Es la versión catalana del virtue signalling. Pantumaca signalling.
El año pasado aparecieron en la ciudad condal carteles de dudoso gusto con fotografías de los hermanos Maragall y el lema Fuera el Alzheimer de Barcelona. Hace unos días supimos que todo era una campaña de falsa bandera nacida en el interior de Esquerra Republicana, partido del hermano del alcalde olímpico de Barcelona. Pero es que no es el primer caso. Durante la campaña de las Europeas de 2019 alguien ahorcó un muñeco con la cara de Oriol Junqueras en el pueblo del golpista. Resulta que los autores también habían sido sus correligionarios. Gabriel Rufián, seguramente la persona que más cobra en España por hora efectiva de trabajo (cualquier cosa dividida por cero es infinito), publicó en su día uno de sus típicos tuits pasivo agresivos para denunciar la acción, pero ha evitado, por lo que sea, comentar las últimas averiguaciones al respecto. Cosas que pasan.
Cataluña es así. Un lugar sistemáticamente privilegiado donde su clase política se queja de agravios de dos tipos: imaginarios y autoinfligidos. Para entender el país basta con leer los diarios deportivos barceloneses. Desde hace cuarenta años son una sucesión de quejas, llantos, gimoteos, sollozos, hipidos y rabietas denunciando la conspiración arbitral e institucional para favorecer al Real Madrid. Mientras tanto, el Fútbol Club Barcelona tuvo en nómina durante un mínimo de 17 años al señor que decidía las carreras profesionales de los árbitros, y el capitán del equipo de fútbol organizaba a través de su empresa una competición en la que participaba su propio club, cobrando cantidades obscenas por ello. El mismo individuo que denunciaba con toda seriedad los tejemanejes en el palco del Bernabéu. Es un caso tras otro de corrupción tan escandaloso como impune. Como el prusés, como los gobiernos de Pujol o como en general todo lo que ha pasado en este rincón peninsular desde hace décadas. ¿Han dejado los periódicos y los periodistas locales de difundir las patrañas de las que llevan viviendo tanto tiempo? Claro que no. A la política catalana le quitas el victimismo y es la nada más absoluta. Y el Fútbol Club Barcelona es la quintaesencia de la política catalana y de Cataluña. Tres medallas, dos de oro y otra además con brillantes, le entregó el club culé a Franco, suponemos que una por cada cambio de las normas a su favor, o por cada recalificación especialmente provechosa. Nadie les obligó a ello. El Madrid, por ejemplo, no lo hizo nunca. No es que el Barça fuera franquista, o que Franco fuera culé. Es que lo que caracteriza al Barcelona no es La Masía o la filosofía de juego: es su capacidad de influir en el poder. Y de ella nace la impunidad. Por eso el club tiene altísimas probabilidades de salir indemne del mayor escándalo de corrupción de la historia del deporte español. Y de nuevo, esto no sucede tanto por la capacidad de embaucamiento de las élites catalanas, sino por la renuncia del resto del país a poner los puntos sobre las íes. "Siempre benefician a los grandes", dice el aficionado medio del Sevilla o el Valencia, pero lo cierto es que sólo uno de los grandes le ha pagado millones por informes inexistentes al vicepresidente de los árbitros. El Barça no debería poder saltar al campo sin que las aficiones rivales exigieran su descenso a segunda y la retirada de los títulos manchados por la corrupción, pero Laporta sigue siendo invitado a los palcos rivales en vez de haberse convertido en un apestado.
En la negociación entre Esquerra y el PSC para investir a Salvador Illa como presidente de la Generalidad, los republicanos han exigido, y obtenido, la entrega de veintidós mil millones anuales al presupuesto catalán como peaje por su apoyo. Esa cantidad tendrá que salir de los presupuestos extremeños, andaluces y murcianos, claro. Hace una década que el embuste del déficit fiscal fue demolido hasta los cimientos. Y lo más divertido es que el principal responsable fue un socialista catalán: Josep Borrell. En su libro Las cuentas y los cuentos de la independencia llevó a cabo una destrucción meticulosa del argumentario separatista en todo lo referido a los supuestos perjuicios económicos que le causa la pérfida España al sufrido pueblo catalán. Pero sucede lo mismo de siempre. Frente al nacionalismo no hay nadie en la coalición gubernamental que les rebata sus cifras inventadas, ni siquiera citando el libro de un socialista catalán. Porque, como diría Jordi Pujol, "això no toca". Ni tocará.