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Luis Herrero Goldáraz

El fantasma de Rajoy

Más frustrante todavía que convivir con los propios carceleros es mirar hacia la alternativa y vislumbrar un receso triste y sádico en el patio del patíbulo.

Más frustrante todavía que convivir con los propios carceleros es mirar hacia la alternativa y vislumbrar un receso triste y sádico en el patio del patíbulo.
Mariano Rajoy estrecha la mano de Pedro Sánchez. | Archivo

De las muchísimas imágenes que circularon por las redes durante las primeras horas del fraude electoral en Venezuela, hubo una que lo contenía todo en ella misma. Era un vídeo corto, no recuerdo si llegaba al minuto, de una mujer cerrando la verja de lo que parecía un colegio electoral ante los insultos de miles de vecinos a los que estaba atropellando sus derechos. La mujer regresaba luego sobre sus pasos, paladeando su impunidad. Movía las caderas, añadiendo al crimen humillación y alevosía. Y se giraba sorpresivamente para abofetear a la concurrencia con largas sonrisas y bruscos cortes de manga. Sigo sin saber si el vídeo mostraba exactamente lo que la gente decía de él en X o si se trataba, como puede suceder en estos casos, de otra cosa. Lo que sí que sé es que todo régimen arbitrario necesita carceleros. Y que estos no tienen por qué diferenciarse mucho de los encarcelados. Les basta con sentirse a salvo en el lado opuesto de las rejas.

Hablando de lo preocupante aquí, cada vez más españoles nos vamos sintiendo "encarcelados". Observamos cómo una panda de incompetentes, cuyo único mérito en la vida ha consistido en medrar valiéndose del podrido sistema de partidos, se colocan por encima de la ley. Vemos cómo hacen y deshacen a su antojo, cómo trapichean ante nuestras narices con aquello que había sido diseñado para garantizar nuestra seguridad frente a sus previsibles caprichos. Y constatamos que, de llegar a recibir algún castigo, emponzoñan lo que tienen a su alcance con el único objetivo de evitarlo. Aún así, lo más lacerante no es que se esfuercen exclusivamente cuando tratan de blindar sus privilegios. La impotencia alcanza su cenit en el momento en el que acudimos a las urnas y comprobamos, además, cuántos millones de vecinos están dispuestos a gritar con júbilo "¡vivan las cadenas!" por la falsa sensación de seguridad que les aporta creerse en el lado correcto de la verja.

En fin, tampoco es nada nuevo. El mal de las ideologías no es una enfermedad de la mente, sino del corazón. En algo se equivocó Camus cuando escribió aquello de que "hay crímenes de pasión y crímenes de lógica", pues todo crimen es en el fondo pasional. Y el primer crimen político, del que nace cualquier otro, consiste en la simple certeza de saber que importa poco lo que se diga o lo que se haga mientras se consiga mantener el marco ilusorio que permite a quien necesita votarte dejarse de pensar y continuar votándote. Mirándolo en clave española, el PSOE es muy consciente de que debe aferrarse a la ficción, aunque sea solamente discursiva, que lo coloca como adalid del progreso y de las políticas sociales, signifique todo eso lo que signifique. Siguiendo la misma lógica, lo que no se entiende es que al PP le cueste tanto desembarazarse de la imagen adormilada y vacua que le confirió Rajoy. Parece no darse cuenta de que, para su potencial votante, más frustrante todavía que convivir con sus carceleros es mirar hacia la alternativa y vislumbrar, en el mejor de los casos, un receso triste y sádico en el patio del patíbulo.

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