A mí también me pasa muchas veces que la procrastinación y el autoengaño me juegan malas pasadas. Por eso cuando me preguntan —más de lo que cabría imaginar, curiosamente— suelo recomendar con vehemencia que si uno pretende anunciar en alto que se dispone a hacer algo que en el fondo sabe que no va a hacer, yo qué sé, ponerse a estudiar después de lavar las sábanas, ordenar la biblioteca, limpiar el baño, cambiarle el aceite al coche y arreglar la crisis en Oriente Medio, se asegure de que no haya nadie pasando en ese preciso momento a la altura de su cuarto en el pasillo. Todavía recuerdo aquella vez en que mi madre aprovechó ese ímpetu trabajador que nos entra a todos cuando no queremos trabajar en lo que de verdad importa y consiguió que la ayudase a visualizar sobre el terreno absolutamente todas las casas en las que podríamos estar viviendo en función de la colocación arbitraria de absolutamente todos los muebles con los que de hecho ya vivíamos. Fue el primer examen que suspendí con la excusa perfecta de que cuando pude sentarme a estudiarlo hacía varios años que lo había respondido.
También es verdad que, en dichos casos, y no hablemos ya de en los que uno se encuentra delante de la prensa nacional, lo más efectivo sigue siendo mantener la boquita cerrada. Porque resulta que hay discursos con los que uno puede verse obligado a casarse pese a haberlos pronunciado por aquello de que había que decir algo. Y de la misma manera que a mí me han llegado a relatar casos de gente que ha celebrado sus bodas de oro por no haber sabido desdecir un cumplido cincuenta años atrás, no me extrañaría que existan dictadores obligados a la satrapía por la absurda necesidad de tener que mantenerse firmes en la apariencia de que sirven para algo más que para vivir del cuento de la democracia.
Soy consciente, pese a todo, de que es difícil callarse. No me cuesta demasiado imaginarme, pongo por caso, delante del Congreso Federal de mi partido sabiendo que, por más que dijese cuando quise forzar mi investidura, mi grupo parlamentario y yo no "somos más". Soy perfectamente capaz de visualizarme después de un año de una legislatura absolutamente infructuosa, sin ninguna iniciativa propia satisfecha y sin presupuestos aprobables a la vuelta de ninguna esquina, escuchando cómo sale de mi boca algo tan impalpable como que "vamos a avanzar con determinación en nuestra agenda". Ese tipo de salidas se dan en ese tipo de situaciones comprometidas, qué les voy a contar que ustedes no sepan. Igual que también sucede que uno pueda añadir que, consista en lo que consista esa agenda tan urgente, se llevará a cabo "con o sin el apoyo de la oposición". Es que hay algunas frases que hasta son obligatorias. En el fondo, terminar subiendo la apuesta y asegurando que todo se hará "con o sin el concurso de un Poder Legislativo que necesariamente tiene que ser más constructivo y menos restrictivo" forma parte del mismo tipo de desbarres repentinos y no del todo voluntarios con los que tantas veces se ha escrito el devenir de la civilización. Lo alarmante, en todo caso, es que quien los pronuncia sin saber por qué suela sentirse después en la obligación moral de ejecutarlos.
Por norma general, tendemos a analizar a Sánchez como un déspota con un plan. Yo estoy convencido de que si Tolstoi escribiese su relato se vería tentado a retratarlo como un simple hombre, más bien. Un monigote de tantos los que poblamos el mundo. Alma triste y desorientada en el vergel de sus pasiones que, ante la obligación rotunda de actuar, no puede más que seguir el enmarañado sendero que han ido dibujando sus necesidades sin siquiera sospecharlo demasiado. Todo lo cual está muy bien, me dirá usted, pero no hace menos peligroso al dictador. Y yo, que por algo escribo, se lo confirmo.