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España, un mono y dos pistolas

La partida política española no enfrenta a hábiles jugadores mentirosos. Para mentir hay que creer en la verdad. Lo que hay son monos con pistolas cuya única creencia se limita a intentar sobrevivir.

La partida política española no enfrenta a hábiles jugadores mentirosos. Para mentir hay que creer en la verdad. Lo que hay son monos con pistolas cuya única creencia se limita a intentar sobrevivir.
El presidente del Gobierno Pedro Sánchez. | EFE

Supongo que la mayoría de mortales tenemos un momento vital al que podemos recurrir para entender, epifanía, que no somos tan inteligentes como creíamos. Los más afortunados atesoramos pruebas de nuestra estupidez, directamente. Y así habitamos el mundo sabiendo que, durante las sucesivas ocasiones en las que hacemos el ridículo, por lo menos somos consecuentes.

Yo caí del guindo pronto, aunque me resistiese a reconocerlo. La sospecha se inició en aquellas tardes largas de mus y tuvo que consolidarse a base de medir mis aptitudes contra cada vez más variados oponentes. Terminé desarrollando un método infalible para calibrar la inteligencia de las personas fijándome en cómo encaraban las manos. Y hoy puedo decir, sin temor a equivocarme, que los cerebros más hábiles del mundo no serán jamás capaces de vislumbrar su máximo potencial si no han jugado nunca al mus. Es decir, si no conocen hasta qué extremos puede llevarse el arte de mentir.

Existen dos clases de jugadores de mus: los que mienten sinceramente y los que no. A los segundos se los reconoce rápido porque compartir partida con ellos es una experiencia parecida a encerrarse en un habitáculo con un mono y dos pistolas. Son esa clase de oponentes a los que les gusta meter órdagos a Chica sin pitos para, acto seguido, revolverse contra la mano subiéndole amarracos al Juego teniendo treinta y cuatro y siendo postre. Mentes dispersas incapaces de seguir el entramado lógico de falsedades que se tejen durante la partida y que, por la pura desesperación de la supervivencia, apuestan por confundirlo todo para dejarle la última palabra al azar. Son agentes del caos.

Los primeros, más sutiles, son los que saben que para mantener el equilibrio entre mentiras hay que creer primero en la verdad. Los actores más inteligentes y versátiles que jamás conocí en mi vida abrazaron sus mejores papeles durante partidas de mus y, al estilo de Barney Stinson, construyeron delante de mis ojos complejísimas estructuras de engaños solapados con una rápidez sólo comparable a la robustez sistémica de su armazón.

Todo esto podría venir al caso de Pedro Sánchez y de la estrategia de defensa de un Partido Socialista señalado en pleno por el autoinculpado Víctor de Aldama. Esa torpeza manifiesta con la que se han dedicado a echar balones fuera negando relaciones probadas con el susodicho, en lugar de construir un relato mínimamente coherente que pudiese explicarlas sin incriminarles. Ese nerviosismo del que farolea sin meterse en su personaje. Lo que pasa es que ninguna de estas consideraciones tiene sentido desde hace tiempo, pues hace tiempo que Pedro Sánchez se encargó de dejarnos claro que lo suyo no es mentir, por más que digan, porque ya hemos explicado que es imposible hacerlo si no se cree en la verdad.

En realidad a lo que viene este artículo es al caso de una sociedad española que no parece muy distinta de su presidente, si se analiza la facilidad con la que ha ido aceptando la incoherencia con la que sus dirigentes han justificado la degradación de nuestra supuestamente sacrosanta democracia durante décadas. A un electorado que no vivió como el mayor acto de corrupción la amnistía sanchista no se le puede pedir que se sulfure, aunque sea falsamente, por las incongruencias de un Gobierno cercado por sólidas sospechas de algo menos grave, en puridad. A una prensa que asiste impertérrita a la colonización de las instituciones y al socavamiento de la separación de poderes no se le puede exigir que preste menos atención a la batalla entre dos programas televisivos que al posible destape de un Ejecutivo criminal. Ese tipo de indignaciones fraudulentas tendrían sentido en alguien que entendiese y aceptase la lógica interna del sistema democrático que capciosamente dice defender. La partida política española, sin embargo y a diferencia de lo que se suele dibujar, no enfrenta a hábiles jugadores mentirosos. Lo que hay son monos con pistolas cuya única creencia se limita a intentar sobrevivir.

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