
¿Hay alguien que dude que la democracia, de la que se habla y se escribe tanto y tan obscenamente –esto es, pervirtiendo sin escrúpulos su significado y finalidad y desconsiderando la pulcritud de su ejercicio práctico—, está infectada en su interior por un creciente grado de ignorancia esencial, de apatía moral, de desprecio de la racionalidad y del diálogo y de afán desmesurado por el odio y la discordia interesados para destruir sus cimientos? Esté animada o no por agentes externos, no es excusa alguna.
Tras lo ocurrido en Venezuela, atentado perpetrado a la vista de todos y sin miramiento legal alguno, es evidente que ni siquiera las elecciones y su resultado son garantía para que una sociedad cambie de gobierno de forma pacífica, como siempre se ha creído que era y es una de las virtudes, la principal, de la democracia.
Hemos asistido a la consagración transmitida en directo y on line de una tiranía, maquillada con falsos ropajes democrático pero sustentada en la ocupación paulatina e insistente de todas las instituciones del Estado, sobre todo, el patrimonio nacional, el Ejército y la Policía. No olvidemos la fecha, que será histórica: 10 de enero de 2025 y no ocurrió nada.
Hemos sido testigos del destino de una sociedad democrática, como la que fuera en tiempos la venezolana, cuando ha sido incapaz de defenderse de los peligros de la tiranía, llámese golpe militar, cuartelazo o dictadura del supuesto proletariado, siempre, al final, dictadura pura y dura sobre toda la gente que no forma parte de la cúpula que inspira la destrucción de toda democracia, de todo control del poder, de toda garantía de derechos y libertades.
En realidad, el tema de nuestro tiempo ya no es la rebelión de las masas sino la domesticación sistemática de sus individuos reales, hoy objetivos del poder corrupto. Disfrazado de libertad absoluta de expresión y opinión, fundada o no, niega a casi todos el acceso a los datos relevantes y decisivos e impide la circulación social ascendente gracias al mérito y la capacidad por mecanismos mafiosos. De este modo, el adoctrinamiento imperceptible va sometiendo a quienes carecen de instrumentos de defensa, otra promesa fallida de la democracia, vía educación, justicia, oportunidades y prensa veraz y no controlada.
Esto ocurre porque nuestra democracia fantasma ha aceptado como estado de naturaleza la ingenuidad radical respecto a sus enemigos. Hace casi un siglo, Hilaire Belloc, que influyó en la conversión al catolicismo de los Chesterton, escribió con el menor de ellos, Cecil[i], un polémico libro que analizaba el tradicional sistema de partidos de las democracias europeas, anunciando una crisis inminente debido a la ausencia de reformas decisivas sobre sus insuficiencias.
Ya entonces, por 1911, era fácil detectar cinco problemas esenciales del sistema de partidos y su podredumbre parlamentaria que, de no corregirse, anunciaban un peligro cierto para las naciones democráticas. Y el peligro llegó. Libremente interpretados aquellos fallos son éstos:
- Dejar las responsabilidades públicas en hombres (o mujeres) no aptos para desempeñarlas por carecer de cualidades morales y técnicas, por ejemplo, para la determinación de un bien común y general por encima de los partidos.
- Aplazar o renunciar a la reforma de las instituciones al ritmo de la detección de los fallos del sistema y al ritmo de los cambios observables del mundo en el que se insertan.
- Promover una legislación menor, eso sí, provocativa y sectaria, creando fricciones constantes y deterioros en el funcionamiento público de las instituciones.
- Producir un perjuicio decisivo a la comunidad acumulando funciones y poderes (legislar, administrar y juzgar en la misma mano) favoreciendo de ese modo corrupciones y el empobrecimiento de las mayorías.
- Desatender asuntos decisivos para la continuidad de la nación tales como la defensa, las finanzas saneadas y la política exterior.
- Añadiría yo, de la mano de Giovanni Sartori, confundir la tolerancia en una democracia con la falta de exigencia a todos los actores de la reciprocidad necesaria en todos los niveles vitales. La democracia cándida es la que no exige a todos sus actores el comportamiento leal y recíproco entre ellos y de todos ellos con las instituciones.
Son algunas de las cuestiones que se van viendo estallar en los diferentes horizontes democráticos que aún existen pero que están abiertamente amenazados desde dentro, por quienes aprovechan sus ventajas para destruirlos deslealmente, y desde fuera, por quienes, aliados o no con los enemigos internos, apuestan por la extensión universal de las tiranías.
La infección existe desde hace mucho pero los viejos antibióticos políticos, la confianza y la Ley, son ya incapaces de contener su expansión. Venezuela ha caído. Todos sabemos cómo ha sido, pero nadie ha movido ni mueve un dedo. Pues tendremos lo que nos merecemos. Repito lo que clamaba un poeta popular extremeño[ii]: "Para curar el cáncer, no sirven las libélulas." En ninguna parte. Tampoco en España.
[i] Con Gilbert Keith Chesterton, el famosísimo escritor, animó la doctrina del distributismo, muy alejado de la abolición socialista de la propiedad privada de los elementos esenciales para la vida y del capitalismo que hacía que esa propiedad se estancara en unos pocos. La propiedad de los bienes y la riqueza debía extenderse a la ciudadanía, no al Estado.
[ii] Manuel Pacheco. Zero-Zyx, Madrid, 1972