
Hubo un famoso libro titulado El shock del futuro que leí hace cinco décadas, cuando era un joven entusiasmado por la mejora de la humanidad, así, en general, que es una de las maneras más perfectas de ser tonto de capirote. Eso sí, con buena voluntad, con fe, verdad y esperanza, que es lo que anhelo que me salve alguna vez. Pero de ciencia y experiencia, nada de nada.
Ese libro, y algunos otros sobre el problema del cambio y su asunción por la limitada percepción humana, fue escrito por el norteamericano Alvin Toffler, un sociólogo "especializado" en la adivinación del porvenir. Y sí, tuvo éxito tratando de desentrañar la tendencias que el futuro enraizaba en el presente. Más que nada en ventas. Es más, se atrevía a deducir, de los miles de hechos que componen la actualidad que vivimos, las pautas y trayectorias que podrían cristalizar como estructuras decisivas en los próximos años, o décadas.
"La aceleración del cambio en nuestro tiempo es, en sí misma, una fuerza elemental…A menos que el hombre aprenda rápidamente a dominar el ritmo del cambio en sus asuntos personales, y también en la sociedad en general, nos veremos condenados a un fracaso masivo de adaptación", resumía. Y habló de tres olas sucesivas de cambio, la neolítica, la revolución industrial y la sociedad postindustrial (así se llamaba entonces). Pues parece haber una cuarta en plena aceleración: la revolución digital de las redes, con sus consecuencias científicas, técnicas, geoestratégicas, políticas y morales.
Si somos sinceros, experimentamos la sensación irrefrenable de que estamos inmersos en unos años de gran aceleración. Sabido es que las nuevas empresas tecnológicas están alterando, a gran velocidad, nuestro modo de relacionarnos entre nosotros y con el mundo. De hecho, como ha dicho un biólogo de renombre, pronto el desarrollo de la cultura científico-técnica será brutal y generalizado. Pero lo que da alma a nuestra especie son y serán las humanidades, la creación cultural y moral. Podremos crearlo casi todo, pero habremos de decidir moralmente qué crear y qué no.
Para enfocar más directamente la fuente de nuestras inquietudes, si en 1989 cayó el Muro de Berlín y demostró la inferioridad técnica y cultural del comunismo como sistema, desde la irrupción de Internet en la vida cotidiana de miles de millones de personas no paramos de sorprendernos. Por si fuera poco, la holgada victoria de Donald J. Trump en las pasadas elecciones USA está provocando cambios y reacciones con inusitada celeridad.
El último y sorpresivo ha sido la irrupción de una nueva herramienta digital, Deepseek, con origen en la China business-comunista que parece –la Bolsa ha sido la primera en reaccionar—, que ha logrado un producto bueno, bonito y barato que amenaza la superioridad tecnológica lograda por Occidente y usando para ello la propia tecnología occidental.
Todo el mundo está atento a unos cambios presentes que seguramente, aunque no sea tan fácil de presagiar, van a alumbrar un mundo futuro complejo y arriesgado. Si ese mundo será un mundo de personas libres, educadas, informadas y respetuosas en democracias dignas o si será un nuevo orden totalitario mundial, es algo que dependerá de lo que hagamos ahora. En ese gran debate, ¿dónde está España?
Lamentablemente, este gobierno de presuntos delincuentes y bandoleros de dinero negro, del petróleo sin IVA, de los negocios turbios, incluso con las mascarillas, de las conductas infamantes de chulerías de burdel, de la mentira como sistema, del uso partidista de las instituciones y del trilerismo como moral, sólo mira al pasado para procurarse una obtusa inspiración en el caos de la II República que divinizan y en la dictadura de Franco, al que no perdonan haber ganado la guerra que sus antecesores de la izquierda y los separatismos provocaron.
España es una de las grandes naciones del Occidente cristiano, fuente de la democracia. El voto libre como concepto implícito ya estuvo en Adán y Eva que eligieron la conciencia y la libertad antes que la eterna, divina e instintiva pervivencia. En un momento como el que vivimos, se echan de menos personalidades políticas de altura, como las hubo en la Transición democrática, que señalen metas convivenciales, que propongan medios eficaces, que coaliguen fuerzas y nos ilusionen y aporten confianza para estar presentes en esta cocción cotidiana del futuro. Este gobierno, y buena parte de su oposición, miran al dedo cuando el dedo señala a la luna.
Lo más llamativo de esta situación es nuestra imposibilidad colectiva de corregir el rumbo. Este gobierno, que se dice democrático, nos ha demostrado que, una vez logrado el poder, nada o muy poco se puede hacer contra sus fechorías y contra su ceguera histórica. No se trata sólo de cambiar el gobierno. Se trata de reformar profundamente un marco jurídico-político que falta al respeto democrático debido a sus ciudadanos y nos aleja cada vez más de los puestos relevantes del futuro.
Estamos maniatados. Eso sí, democráticamente.