
De cristal esmeralda a cian oscuro, a ratos tan solo celeste. La noche apresurada del último atardecer de enero es un tintineo de contrastes, tonos y colores desvanecidos. El castillo, una pica de lento romanticismo en el enervado mar. Un verso suelto. A la derecha los acantilados rocosos hacen que el verde descienda hasta besar las aguas, hoy más serenas que ayer. Más tizones que nunca, los colirrojos abejean por la roca escarpada, mientras un cuervo oscurísimo crascita en latín a mi vera, tal vez vaticinando algún augurio que no he sabido descifrar.
Es la primera tarde del eterno invierno coruñés en que no te congelas, te empapas, te arrasa el mar, te golpea el granizo, o te tira el viento. Es la primera tarde de paz y estoy cansado de ver la jeta del Fiscal General del Establo, así que me he venido a escribir al mar, allí donde se alinean el castillo de Santa Cruz y la Torre de Hércules, con la sana idea de dar un rato la espalda al trajín político.
En el islote se levanta la que fue residencia de verano de Doña Emilia, el pazo que antes fue fortaleza militar y más tarde refugio literario de la más célebre escritora coruñesa. Algún que otro comienzo de año habrá pasado aquí junto a su marido, frente al crepitar de la chimenea, o contemplando los jardines exóticos que añadió al castillo, viendo desperezarse el sol en la mañana, o morirse en naranjas y haces de hielo a media tarde, en los días en que el reloj vence a la luz antes de que encandile.
En invierno la bahía coruñesa es una danza de bellezas y melancolías, inspiradores paisajes, rincones de quietud, aperturas a los mares, y silenciosos paseos de salitre y bruma. Hay mil tonos de oscuridades marineras en las tardes de este enero. Desde aquí la Pardo Bazán vería siluetarse al alba y al ocaso la lejana ciudad, con su niebla de mar, y los fogonazos incansables del faro.
Historias, personajes, y novelas que aún parecen latir en el islote, cuando la marea alta lo aísla por completo, y su piedra ocre flanqueada por enormes pinos, le regala una apariencia cálida y acogedora, aunque se vuelve un tanto lovecraftiana en la noche cerrada. Capilla, palomar, y ciprés, según el refranero gallego, son los elementos que confirman que se trata de un pazo, y en la residencia de la familia Pardo Bazán no faltan ninguno de los tres. La cantidad de historias que podrían contar esas palomas, que son las únicas que han habitado la fortaleza durante años de forma ininterrumpida.
Aunque al cielo le ha sobrevenido una calma enigmática después de la danza macabra de las borrascas, el domingo volveremos a alzar los ojos más allá de las nubes, que llega a esta tierra también la fiesta de la Virgen de la Candelaria, el día en que, dicen los vienos, se casan los pájaros, y es tiempo de conocer qué nos deparará el invierno.
En una práctica similar pero menos televisiva que el Día de la Marmota, hace siglos que los campesinos gallegos decidían si se acercaba el tiempo de sembrar tan solo oteando las lluvias o los soles del día de la Candelaria: "Se a Candeloria chora, o inverno fóra; se ri, está por vir" ("Si la Candelaria llora, el invierno se va; si ríe, está por venir").
También estaré yo en esta esquina de la ciudad del mar el domingo, oteando el cielo con esperanza, deseando el diluvio que anticipe el final del tiempo recio, y rogando a la Candelaria que, con los primeros brotes de febrero, regrese el sol y la vitamina de la alegría. Desde aquí, en esta costa de acuarela y claroscuro, pensaba hoy en la tierna tradición de la Candelaria, y en lo poco que reparamos en el bendito tesoro de las tradiciones, siempre embellecidas, siempre ingenuas, siempre devotas, que nos legaron los mayores.