
Fui niño de grandes ilusiones. Las consumí todas a edad muy temprana. Quizá por eso hace años que mi posición natural es el desapasionamiento, sin caer en la indiferencia. Dicen que quienes navegamos las aguas de una sensibilidad demasiado afilada disfrutamos como nadie, pero también sufrimos como nadie. Enrique Urquijo y yo fuimos almas gemelas en ese aspecto. Todo muy pronto, todo muy rápido. El desgaste termina moldeándote. Leo a Umbral en su Madrid, con miedo a que se me pegue el pesado barroquismo –el columnismo español no puede absorber ya ni un solo Umbral más— y veo al autor entusiasmado en su oficio. No acabó así. Nadie acaba así. Por suerte, cuando el ego te lo permite, los años sirven para ir dejando de tomarte tan en serio a ti mismo. Eso es lo que hace que te conviertas en algo más interesante de lo que eras. Y también más tratable.
Hace ahora diez años del último gran reto periodístico que emprendí. Después me fui por otros mares, me encerré en libros ajenos y manuscritos propios, tuve la fortuna de expandir mis letras al otro lado del charco, y dejé que fuera la inercia la que asentase mi oficio y no al revés. En este tiempo han sido varias las propuestas, de amigos y no tanto, las tentaciones para regresar al rock, de ponerse al frente de alguno de esos proyectos que en la treintena aún me aceleraban el pulso como si fueran la chica que me gusta. Agradecido y emocionado, solamente pude decir gracias por huir. Las rechacé más por intuición que por convicción, pero esto ustedes no lo han leído, y yo lo negaré toda la vida.
Por las vueltas que divierten a la providencia, vuelvo ahora a la primavera de 2015, ultimando estos días uno de esos pocos proyectos que, no sé si por extravagantes o por provocadores, han logrado sacarme de la fobia a repetirme. El oficio periodístico ni se parece al que fue. Tampoco yo. Pero supongo que hay algo que no muere nunca en quien se ha dejado clavar una vez por el aguijón de la tinta urgente, narcotizado por el aroma de una rotativa. Arturo Fernández murió siendo un seductor, como Hunter S. Tompson murió siendo periodista gonzo. Me ocurre, sospecho, lo que cantó Álex Cooper: "todavía siento la electricidad / pero los inviernos cada vez me pesan más".
A menudo el destino, en el que no creo, se ensaña conmigo. Esta es una de tantas. Andaba esta temporada con la cabeza sumergida en la novela, perfilando un protagonista al que nada profesional puede ya hacerle vibrar; un proyecto literario sin prisa que estoy mimando como si fuera hijo único. El cinismo de mi personaje era ya inevitable, por momentos irritante. Y de pronto, de un puñado de semanas a aquí, me veo yo cruzando la senda que él ya ha recorrido durante casi doscientas páginas, cuando hubo de volver al ruedo. Temo releerlo en clave de oráculo y asustarme con el desenlace. Confío en que nuestros caminos se separen antes.
Periodistas y políticos se olvidan en seguida en cuanto entran en vía muerta, es decir, en cuanto no manejan presupuestos. Y ahora más que nunca, que la tendencia es la reina, y no queda ni rastro del rey, que una vez fue el contenido. La fama digital es un chispazo cegador antes de amanecer en la cuneta de la vida. Por muy seductora que se muestre, no puedes fiarte de una dama así.
Sin duda, la popularidad puede ser un componente de cierta relevancia cuando empiezas en este negociado, pero lo que marca la diferencia es cuando logras que alguien se entere de algo que nadie le había contado antes, cuando haces del proyecto periodístico un equilibrio vibrante de firmas de talento y libertad, cuando sin saber por qué la calle empieza a pronunciar el nombre de tu cabecera, aunque sea para bien.
Dicen que los 40 son los nuevos 20 y me gustaría restregarle por la cara mis dolores articulares al idiota que inventó el lema. La culpa es mía por pasar demasiado tiempo cerca del mar. Y, sin embargo, mira tú por donde, ahora voy a empezar a creer que podría ser así. Que leyendo a Umbral y su testimonio de periodistas, políticos y prostitutas de la villa de los 80 y 90, he sentido que quizá no está tan mal darle una oportunidad a la guerra, a la guerra de la tinta.
Termino estas líneas como en la canción de La Granja, ¿Por quién doblan las campanas?, con la misma sensación: "Sabes que siento hablarte en clave extraña / siento que no entiendas la canción / ¿por quién doblan las campanas?". Pero esto, después de todo, iba de ilusiones, periodismo y letras, que como dice mi amigo Ignacio Peyró, es el vicio más caro que tenemos.