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¿Por qué no votamos con ilusión?

Dentro de muy poco, la pregunta será otra. Votar, si se da el caso que ya veremos, ¿para qué?

Dentro de muy poco, la pregunta será otra. Votar, si se da el caso que ya veremos, ¿para qué?
Urnas con las papeletas en un colegio electoral en Sevilla | Eduardo Briones/Europa Press

Se pregunta Irene Montero en su reciente libro Algo habremos hecho: ¿Cuándo fue la última vez que votaste con ilusión? Luego añade que no hay que olvidar quienes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Por si fuera poco, inmediatamente después, añade que donde hay una necesidad nace un derecho, frase de Evita Perón. No tiene que haberlo pensado bien, porque, por ejemplo, yo tengo la necesidad de que Pedro Sánchez y ella, con sus cortes de incautos y devotos, se vayan por el desagüe de la historia de España. ¿Es así que tengo derecho a ello?

Pero, al margen de filosofías sobre el concepto de necesidad, la pregunta por el voto con ilusión tiene sentido y no sólo en la izquierda. Puedo comprender que en sus filas hace mucho que no vote con ilusión. Hombre, pasar de la Plataforma de Afectados y Afectadas por la Hipoteca a disponer de un casoplón de ricos pagado nadie sabe cómo en Galapagar, es un proceso extraño que a muchos indignados engañados por Podemos les mató la ilusión de votar.

Pero es verdad. Yo no voto con ilusión desde el principio de los tiempos de la transición. Vale que en mi alforja se revuelvan ayes libertarios que me hicieron desconfiar de la democracia representativa desde siempre. Vale que los primeros votos hacia el PSOE de 1982, al que nadie quiso mirarle el libro de familia para olvidar de dónde venía, se volvieran intragables tras la irresponsabilidad de unos dirigentes incapaces de comprender que en sus manos estaba la regeneración profunda de España y sus malas costumbres.

Cuando se comprobó que las costumbres del franquismo podían ser empeoradas y de una manera muy eficaz por aquellos mismos que lo denigraban, votar con ilusión se nos fue haciendo más difícil. La confluencia en la lucha contra la corrupción de una Izquierda Unida alejada de los viejos tics del carrillismo y un Partido Popular refundado que hacía gala de un tímido liberalismo prometedor, dio a los votos un nuevo espejismo.

Duró poco porque, de una parte, el comunismo seguía sin ser compatible con la democracia y se esmeró en despeñarse diligentemente por la deriva habitual y por otra, el gobierno de Aznar, que a pesar de ceder ante el separatismo catalán, mejoró las condiciones nacionales de vida hasta que sobrevino el cataclismo estético y moral de la boda de su hija en El Escorial ante los Reyes y el terremoto de la ineptitud ante un atentado como el del 11-M.

¿Votaron con ilusión quienes lo hicieron por ZP en 2004, tras una pérfida operación antigubernamental y antinacional aún sin aclarar? Sí, los de ETA y sus embajadores que se apoderaron del relato político. Los demás, asistieron a la reanimación de la Guerra Civil y un rosario de ñoñerías, de la ceja a la almeja mientras los bolsillos se despeñaban hacia la ruina. Cuando se vio que el menda iba de gorila diplomático de la dictadura venezolana, ¿podía tener ilusión alguna?

Bueno, pues votos para Rajoy, más que nunca tuvo el PP en su historia y en todas las administraciones. Pero si había habido alguna pizca, la ilusión fue liquidada con la metamorfosis del proyecto Aznar en un encefalograma plano, con expulsiones y cancelaciones dando paso a Vox, a la diáspora liberal y a la exclaustración democristiana. ¿Qué quedaba? Soraya y Cospedal en un duelo goyesco. (Rajoy veía deportes en la TV). La ilusión se apagó enseguida.

Luego vinieron las sombras corruptas de un PP y la fuga de un gobierno que prefirió donarle el poder a Pedro Sánchez antes que al pueblo convocando elecciones. Ya no quedaba ilusión en las derechas y tampoco en las izquierdas dignas. La torpeza de Susana Díaz, defenestrar para morir, dejó claro que el PSOE tenía un puto amo y que España, su partido y lo que fuera le importaban una higa. Con tal de seguir mandando, ha sido capaz de aliarse con los diablos de la periferia y los belcebúes de la izquierda, aquí y en Venezuela, pasando por Marruecos, Rusia y quien haga falta.

El voto de la ilusión ha sido sustituido por el voto Frankenstein disciplinario y en la otra orilla, se asiste con perplejidad a cómo, aun disponiendo de opciones para un gobierno conjunto capaz de invertir la marcha hacia el abismo de la España sanchista arbitraria y dictatorial, Vox y PP, tras haberse empeñado en una destrucción mutua que ha resultado imposible, se afanan ahora mucho más en excitar sus diferencias que en destacar sus semejanzas.

Incluso han contaminado con esa pócima fratricida a todo el universo de opinión y de pensamiento que jalea sus miserias y silencia su deber patriótico: elaborar un programa común de gobierno que devuelva la España democrática lo que es suyo.

¿Votar con ilusión? Ya no sabemos quiénes somos, de dónde venimos ni adónde vamos. Dentro de muy poco, la pregunta será otra. Votar, si se da el caso que ya veremos, ¿para qué?

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