
Una Constitución puede sobrevivir a un artículo inconstitucional, véase artículo 57 de la Constitución española (siempre que no se aplique), pero no a unos miembros de un Tribunal Constitucional que puedan manipular su espíritu retorciendo sus palabras. Ahora mismo tenemos en España una Constitución zombi dado que no cumple su principal misión: ejercer de último cortafuegos contra el incendio de vulneración de derechos, el pacto democrático y el contrato social que ha provocado el pirómano de la Moncloa al servicio de los intereses espurios de los nacionalistas que detestan la monarquía constitucional española, las feministas de género que odian conceptos básicos del Estado de Derecho como la presunción de inocencia y activistas de extrema izquierda que atizan las tertulias y las tribunas para provocar el guerracivilismo y la subversión.
Una mujer que denuncia a un hombre por viogen puede llevarse al hijo, aunque un juez tenga la "certeza" de que la denuncia es "espuria". Es el atropello final, no a la presunción de inocencia, sino a la inocencia misma.
Las recientes sentencias sobre el escándalo de corrupción de los ERE de Andalucía que afecta a políticos socialistas o, por otro lado, el amparo a una mujer que se llevó a su hijo tras denunciar espuriamente a su marido por viogen, negando la presunción de inocencia de los hombres –defendidas por magistrados como Cándido Conde-Pumpido, María Luisa Balaguer y el exministro de Justicia de Pedro Sánchez, Juan Carlos Campo– son muestras paradigmáticas de un sesgo que va más allá de lo ideológico y la politización para caer de lleno en el abismo de lo inconstitucional. Lejos de ser un árbitro neutral, con sentencias como estas el TC se ha convertido en un instrumento al servicio de agendas de izquierda, erosionando la confianza pública y su propia legitimidad.
El escándalo de los ERE, un caso de corrupción que desvió 680 millones de euros de fondos públicos en Andalucía, marcó un hito en la justicia española. Las condenas del Tribunal Supremo a figuras como José Antonio Griñán, expresidente de la Junta y miembro del PSOE, parecían cerrar un capítulo de falta de rendimiento de cuentas por parte de los que debían ser servidores públicos, pero se habían convertido en parásitos del Estado. ¿Recuerdan a la también socialista andaluza Carmen Calvo y su "el dinero público no es de nadie" para justificar la arbitrariedad y el interés espurio en el manejo irresponsable? Sin embargo, en 2024, el TC, con Cándido Conde-Pumpido como presidente, anuló parcialmente estas sentencias, diluyendo el delito en un tecnicismo legal.
No son casos aislados. La sentencia sobre el estado de alarma de 2020 (avalando que el estado de alarma puede restringir derechos fundamentales, una sentencia intrínsecamente totalitaria para justificar retrospectivamente las acciones del Gobierno de Sánchez), el aval a reformas del CGPJ en 2022 (otro alineamiento con el sanchismo, que impulsó esa reforma para desbloquear nombramientos clave) y la tolerancia hacia la Ley de Vivienda catalana en 2024 (un guiño a políticas socialistas y nacionalistas) muestran un patrón: el TC, bajo la égida de Conde-Pumpido, tiende a respaldar medidas o actores afines al Gobierno de coalición Frankenstein entre socialistas sanchistas, nacionalistas golpistas y legatarios de los terroristas. El aún pendiente fallo sobre los indultos del procés podría ser el próximo capítulo de esta deriva, con Conde-Pumpido en posición de moldear un desenlace que muchos anticipan como favorable al Ejecutivo.
El Tribunal Constitucional debería ser un faro de imparcialidad, en la estela que plantearon Adam Smith, Kelsen y Rawls, pero las decisiones pilotadas por Conde-Pumpido lo acercan peligrosamente a un tribunal de partido, a un tribunal popular, en suma, a un tribunal inconstitucional. Con González y Guerra, los socialistas trataron de enterrar la separación de poderes del enfoque liberal de Locke en tiempos de Rumasa; ahora, con Sánchez y Conde-Pumpido, tratan de cargarse el espíritu de las leyes que defendió Montesquieu. Los ERE y el amparo a una secuestradora no son meras anomalías; son síntomas de un TC secuestrado por un sesgo socialista y de ideología de género que antepone la política a la justicia. Si este trío y su mayoría no revierten esta percepción, el tribunal no solo perderá su credibilidad, sino que pondrá en jaque su propia constitucionalidad. España merece un TC que juzgue con la ley en la mano imparcial, no con el carnet de partido en la faltriquera.
Kelsen, en su ensayo de 1928, afirmó que "el Tribunal Constitucional puede ser, en las manos de la minoría, un instrumento propicio para impedir que la mayoría viole inconstitucionalmente sus intereses jurídicamente protegidos y para oponerse, en última instancia, a la dictadura de la mayoría". Pero, y esto es lo que más temía el jurista alemán, en manos de agentes ideológicos de la mayoría puede derivar un TC en el último eslabón de una cadena que conduzca a la servidumbre y el autoritarismo. Para Kelsen, la justicia constitucional es fundamentalmente un dique contra la "tiranía de la mayoría". Poner el TC al servicio de la mayoría parlamentaria, todavía más si es Frankenstein, es, por tanto, la peor manera de contribuir a la tiranía de la mayoría.
Por el contrario, la deriva del TC está de acuerdo con la visión que tenía Schmitt de un TC con una connotación altamente política, con función de legisladores constitucionales. Schmitt temía que un TC se opusiese al poder absoluto que él defendía encarnado en la figura del presidente. Sánchez –mejor, los que piensan en su gobierno, como el propio Conde Pumpido y Bolaños– están convirtiendo el TC en una mera cámara de eco del ejecutivo. Schmitt lo aprobaría. Kelsen, en absoluto, porque con Conde Pumpido y compañía, el TC ha renunciado a ser un "legislador negativo", un vigilante de los legisladores, pero no él mismo un legislador.
Schmitt arguyó que un grupo de "jueces profesionales e inamovibles" como los de una corte constitucional, diseñada para examinar cuestiones constitucionales, se convertiría inevitablemente en una segunda cámara. Aunque ellos carecían de una legitimación democrática, devendrían en un cuerpo con una "connotación altamente política"; con "funciones de legisladores constitucionales"
El TC debería encarnar la imparcialidad, pero las decisiones lideradas Conde Pumpido alimentan la percepción de un tribunal alineado con ciertas prioridades políticas y paradigmas filosóficos que niegan la verdad, la objetividad y la imparcialidad. Los diversos casos mencionados no prueban una conspiración, pero sí plantean preguntas sobre el equilibrio entre justicia e ideología. Si esta tendencia persiste, el TC corre el riesgo de perder su autoridad como garante constitucional. España necesita un tribunal que se rija por la ley, no por sombras de parcialidad.