
En su DNI pone María Pozo Baena pero todos la conocemos como Barbijaputa, el alias contundente y gamberro tan propio de la Internet de finales de la primera década de este siglo que escogió para sus batallitas digitales. Activismo, le decían. Durante un tiempo fue la niña bonita del feminismo institucional español, ese conjunto de delirios paranoicos convertidos en ministerios y secretarías de Estado con el que los sucesivos gobiernos de izquierdas han podido darles a los más incompetentes del 15-M un amorradero del que succionar de los presupuestos.
Todo iba bien, le publicaban libros, la entrevistaban en todas partes y era el referente de una generación de veinte y treintañeras entre las que se encontraba, por ejemplo, la directora de cine Leticia Dolera, que la citaba entre sus influencias mientras despedía a una actriz por quedarse embarazada. Cosas que pasan. La tercera ola del feminismo estaba en su apogeo y Barbi estaba surfeándola como si tuviera una cabaña en la playa de Malibú. Pero llegó la piña.
El tiempo pasó y la causa de las mujeres de Pablo Iglesias ya no era suficiente para incrementar el presupuesto así que la izquierda española, que es a todos los efectos una copia con retraso no sólo cronológico de la norteamericana, adoptó ese concepto demencial denominado "autodeterminación de género", según el cual el sexo de las personas no lo determina la biología sino la psicología. La autopercepción. Para la mayoría de la gente se hizo imposible aceptar que Manolo, barba de tres días y apreciable cinturón de lípidos en el abdomen, podía ser una mujer (no parecerlo, sino serlo con todas las de la ley) únicamente diciendo "soy una mujer", sin ni siquiera tomarse la molestia de afeitarse el pecho lobo o de ponerse una peluca de seis euros del Party Fiesta. Muchas mujeres lo consideraron un insulto, entre ellas muchas feministas militantes. Barbijaputa fue una de ellas.
María Pozo, de la que todavía no sabíamos el nombre, llevaba años siendo una de las firmas destacadas en Lo Diario, el bastión gubernamental dirigido por el tertuliano y mamporrero Ignacio Escolar, pero su postura contraria a considerar aceptable que un violador fuera encarcelado en una prisión de mujeres simplemente afirmando su condición de tal, acabó propiciando su salida. Si hay algo que no falta en la izquierda son chiringuitos periodísticos de obediencia canina al ministerio, así que sus diatribas victimistas encontraron acomodo en otro búnker ultramontano: Público.
Allí ha estado escribiendo cinco años, galvanizando a su cada vez menos extensa base de fans contra las leyes patrocinadas por Irene Montero. Hasta el pasado lunes, cuando el nuevo director del periódico, el gallego Manuel Rico, decidió no publicarle un artículo en el que celebraba la sentencia del Tribunal Supremo del Reino Unido en la que se establece que las mujeres trans no son automáticamente mujeres a efectos legales. El artículo en sí, que puede encontrarse en la web de la activista y cuya lectura no recomiendo por ser más espeso que el puré de lentejas, es una sucesión de argumentos absolutamente erróneos, marxismo mal digerido y victimismo tan caducado que le podrían poner una matrícula que empezara con H. Pero Dios escribe recto con renglones torcidos y entre tanto despropósito emerge una verdad obvia: el hecho de ser mujer (u hombre) es biológico. Es real. No depende de nuestra imaginación o nuestros deseos.
Hay una serie de frases que se han venido pronunciando durante la última década y pico que son absolutamente ridículas y que no deberían haber salido jamás de las asambleas de fumetas sin duchar de la Puerta del Sol. "El sexo es un espectro". No, mira, tenemos ojos en la cara. Hay dos sexos. Dos, uno y dos. Y ya. Uno es hombre, o es mujer, y no puede ser un 67% y 33% mujer. Esto es como afirmar que la hierba es verde, que el agua moja o que el Barça roba.
Si no podemos estar de acuerdo en esto no podemos estar de acuerdo en nada. Pero la izquierda decidió tragarse esa chorrada anticientífica, y, es más, tratar de justificarlo con argumentos científicos embutidos a martillazos, porque nada le gusta más a un tonto que un lápiz ni a un progre que una causa absurda.
Pero la peor frase de todas, la más dañina, la que debería haber acabado con activistas y militantes en la cárcel, o al menos expulsados de la sociedad y peleándose con las romanís por un puesto para limpiar parabrisas en un semáforo, es aquella que reza que los y las trans "han nacido en un cuerpo equivocado". Es tan increíblemente insultante, tan atroz, tan criminal, que es incomprensible que no haya generado un rechazo social instantáneo y masivo. La misma izquierda que se indigna cuando se dice que la obesidad es mala para la salud porque "todos los cuerpos son bellos e igualmente válidos" les dice a adolescentes con evidentes problemas de aceptación, generalmente gays y lesbianas, que lo que tienen que hacer es arrancarse el pito o mutilarse los pechos, y que cambiar de sexo resolverá sus problemas. Es cruel y es nauseabundo y de aquí a treinta años nos parecerá tan inexplicable y tan repulsivo como la eugenesia en la Suecia de posguerra o el experimento Kentler en el Berlín de los setenta.
Barbijaputa tiene razón en esto. Yerra en casi todo lo demás, pero al menos se ha negado a traspasar esa última línea de cordura que implica aceptar la luz de gas del transactivismo radical, la negación de lo que ven tus propios ojos, en el nombre de pertenecer a la tribu de Los Buenos™. Reconozcámosle eso.