
Si uno se asoma a las páginas del New York Times dedicadas a España, leerá que, "En medio de la oscuridad, encontramos alegría" y que "España a oscuras es más segura que cualquier otro lugar con electricidad". Esta apología (que debe de ser muy importante, porque está escrita en inglés) del civismo, de la simpatía con la que los españoles hemos sobrellevado el apagón del pasado 28 de abril, ha encantado a las terminales propagandísticas gubernamentales que, desde que se fundió la primera bombilla, venían quitándole hierro a la cosa. Se trataba de convencernos de que esto le puede pasar a cualquiera y de que más bien hay que elogiar la eficiencia de la gestión y lo majo y vivaracho que es el pueblo español, que aguardaba paciente y sonriente en las terrazas.
Un mensaje colindante con la condescendencia de quien dice que en tal favela no tienen nada, pero son mucho más felices que nosotros. El gobierno nos insta, en definitiva, a unirnos a la carcajada oficial que cultiva su legión de cómicos televisivos: el jijí jajá que hace amable e incluso juvenil y rompedor vestirse de bufón en la corte progresista. La comunicación política de la risita y la bufonada dibuja así una divisoria entre los optimistas e inteligentes guardianes del avance social y los derechistas, cenizos y cavernarios, profetas de calamidades conspiratorias y agitadores de oscuros miedos.
El relato oficial difiere, sin embargo, de mi recuerdo de esas horas llenas de ambulancias, llamadas histéricas, especulaciones sobre ciberataques, incertidumbres e incomunicación. Tal vez el problema sea mío, que soy un cenizo, pero diría que las risas eran más bien nerviosas, de esas que uno ensaya para aplacar la agitación. Recuerdo el vértigo de la excepción, de las calles sin semáforo, los supermercados cerrados, los cajeros sin señal y conversaciones sobre el inicio de la pandemia.
Por supuesto, el acatamiento tranquilo y paciente de las normas elementales de orden público es un signo de civilidad, y nos recuerda aquello que dijimos durante la DANA, que el pueblo español es mejor y más solidario que sus administradores. Pero ese encogerse de hombros, esa obediencia tranquila que se ensalza es preocupante cuando constatamos que no va acompañada de una confianza en las instituciones, sino en la asunción plácida de que no podemos confiar en ellas. No es tranquilidad o resiliencia (que diría el gobierno), sino pura resignación.
La gestión de la tragedia de Valencia nos indignó, pero no nos sorprendió en absoluto la descoordinación gubernamental, y pronto nos cansamos de pedir cuentas a nadie. Como asumimos, al volver la luz, que ni nosotros ni el Gobierno sabíamos qué había ocurrido, y aquí seguimos tan bienhumorados, indolentes ante las razones del apagón y acaso comprando una radio a pilas para la próxima. Igual que hay quien se acostumbra (al fin y al cabo, hay que vivir) al sainete de las amigas de un exministro en puestos de importantes empresas públicas. Y así, las virtudes de la templanza y la urbanidad se tornan en el vicio de un conformismo que banaliza la depauperación de las condiciones de vida y la degeneración política, pero lo que nos hemos reído. El vicio de una sociedad desmoralizada y sin pulso vital.
El Estado, que siempre se legitimó como máquina de seguridad, se desdibuja ante los ojos de los españoles, que no esperan de él reconstrucciones, reformas, soluciones o auditorías. Y ese vacío lo llena la saturación ideológica, que es lo propio de un Estado débil, presto para escudriñar minuciosamente los hábitos del contribuyente, pero lento para cumplir sus funciones propias. Pero con la sola ideología no se puede cocinar, ni pagar la entrada de un piso, ni procurar condiciones de vidas estables y prósperas, ni aspirar a nada mejor que a un declinar incruento, romantizado y por lo demás bastante cursi.
Al reseñar los sectarismos y utopismos de su tiempo, Chateaubriand avizoró la posibilidad de que, degradadas la política, la cortesía y la naturaleza humana por un excesivo afán de comodidad y de apego a nimios asuntos privados, "los pueblos se contentaran con lo que tienen" y así "chapotearíamos en un fango común, reducidos a pacíficos reptiles". Los españoles seremos muy simpáticos, pero debiéramos tomarnos más en serio, no sea que se vayan apagando las luces del terrario.
