
Estar en el Gobierno tiene sus recompensas. Algunas son muy materiales y unas cuantas de estas recompensas, recibidas por miembros y exmiembros del partido del Gobierno, amén de familiares, se han ido conociendo y han llegado incluso a los tribunales. Pero no todo es gratificante y espumoso. Junto a las recompensas de todo tipo, materiales y, digamos, espirituales, si es que éstas cuentan, estar en el Gobierno acarrea también penalidades y esas no las acepta nada bien el Ejecutivo que preside Sánchez. Una de las que más le molestan es tener que soportar "campañas de acoso y derribo" de la oposición. Una oposición que el Gobierno reduce a dos partidos, el PP y Vox, porque el resto, aunque se oponga a algo, lo hace sin ánimo de acosar y sin ganas de derribar. En cambio, la otra, la auténtica, ésa va a por todas y con la peor intención posible.
A todas horas denuncian los ministros y portavoces gubernamentales que la oposición libra una de sus "campañas de acoso y derribo" contra el Gobierno legítimo. Siempre que denuncian las perversas campañas, incrustan el estrambote de que es legítimo —y no ilegítimo— el Gobierno, por si alguien tuviera alguna duda. Claro que la duda la despiertan este tipo de declaraciones, porque lo suyo en una democracia es que la oposición ataque al Gobierno y quiera destronarlo, sea con moción de censura, como hizo el propio Sánchez, sea en las siguientes elecciones. Eso que los del Gobierno llaman, hiperbólicos, acoso y derribo, es lo que hacen los partidos de oposición en una democracia normal y corriente. Es lo que han hecho los socialistas cuando les ha tocado bajar del olimpo gubernamental. Y es lo que tiene que soportar cualquier Gobierno democrático. Los no democráticos —o no del todo democráticos— no lo soportan y se las arreglan para que la oposición no exista o sea de cartón piedra.
No es cuestión de entrar en el abecé de la democracia. Malamente, pero lo conocen. La denuncia constante de las "campañas de acoso y derribo" de la oposición muestra una real irritación con las inclemencias de la vida democrática, pero, además, tiene un propósito. La elección de las palabras está, dentro de sus límites, pensada. Se trata de insuflar, en la entraña sentimental, la ficción de que todo lo malo que afecta al Gobierno es falso, inventado, puro infundio. Para sembrar esa fantasía hay que crear otra, y hacer aparecer un plan, unos conjurados, un enemigo de muchas caras pero con un único objetivo. Detrás de las malas noticias se deberá ver la silueta de una imponente maquinaria dedicada a fabricarlas, y junto a ella, agazapada en la oscuridad, una banda con todos los enemigos de la izquierda, ¡los poderosos!
Ha dejado de hablar Sánchez de la máquina del fango —la repetición acelera la caducidad; le duran lo que un caramelo—, pero el estímulo a activar es el mismo. Se quiere encender la alarma: el enemigo nos ataca; e inducir a una actitud de defensa: apoya al Gobierno asediado. Simple y poco original, pero las cosas que funcionan suelen serlo. Queda por ver cuántos casos de corrupción y cuántas muestras de incompetencia consiguen evaporar con este procedimiento.