
¿Cómo es posible que en un país donde no nacen niños desde hace ya bastante más de medio siglo el primer problema nacional, a gran distancia de todos los demás, sea el del acceso a la vivienda de los jóvenes? ¿Cómo demonios nos pueden explicar los economistas, e igual los que se dicen de derechas que los que aseguran alinearse con la izquierda, ese gran misterio? Cualquier persona normal no necesitaría pensar en el asunto más de medio minuto para concluir que la explicación obvia a tal paradoja aparente hay que buscarla en la arribada masiva de inmigrantes a España.
Pero los economistas al servicio de las distintas corrientes del establishment no usan la cabeza igual que la gente normal (sus sueldos y el futuro de sus carreras profesionales dependen de que no la utilicen demasiado). Y de ahí que ni los que sirven al PSOE ni los otros, sus iguales del PP, osen mencionar jamás la inmigración con rumbo a España de millones de personas procedentes de todos los rincones del Tercer Mundo como la principal causa de la subida constante de los precios inmobiliarios en nuestro país. Hay un elefante en la habitación. Y es enorme, inmenso, descomunalmente grande. Pero nadie que aspire a seguir conservando su personal rinconcito en la pomada se puede permitir verlo. Sería peligroso.
La inmigración procedente de las áreas más subdesarrolladas del planeta va a continuar creciendo en los próximos años. Y ello porque cuenta con el apoyo de una coalición fáctica invencible. Es esa que integran una derecha miope que sólo percibe en ella mano de obra barata; una izquierda ciega que ansía reconocerse el viejo espíritu internacionalista del socialismo histórico; y una iglesia católica que no admite a sin papeles en el Vaticano pero que desea recuperar fieles y protagonismo social gracias a esa nueva clientela. He ahí la razón de que nadie haya dicho ni pío ante la inminente regularización de otro medio millón más de asaltantes de nuestras fronteras. Pero, eso sí, hay que meterles un buen puro a los pisos turísticos.
