
La dimisión de Pedro Sánchez como secretario general del PSOE y, en consecuencia, como presidente del Gobierno debía estar ya sobre la mesa. Cualquiera de las noticias que ha dado el nuevo informe de la UCO tiene dimensiones y alcance como para obligar al más alto responsable político del partido y del Gobierno a retirarse. No a convocar elecciones anticipadas con él de candidato, que serían un plebiscito sobre su persona, sino a dejar los cargos y dar paso a otra etapa. Pero Sánchez es un político que amaga con dimitir cuando se abre una investigación judicial sobre las actividades de su mujer y que no piensa ni remotamente en dimitir cuando se le abren como flores apestosas los casos de corrupción, los de guerra sucia contra quienes los investigan y, como remate de este Jardín de El Bosco, el de un tongo en las primarias que ganó hace diez años.
Al clímax del informe se le ha contrapuesto el anticlímax de una compartimentación de daños. Con la dimisión de Santos Cerdán y la petición de perdón a la ciudadanía y al partido, al que tanto quiere, siempre amor, da el asunto por resuelto. Sánchez pretende que se le perdonen todos los pecados sin confesar. Lo único que confiesa, alargando la cara, es su inocencia. Dice que es un corderito, un ingenuo, un pardillo de buena voluntad al que insisten en engañar los tipos a los que entrega, confiado, las llaves de la caja. Ignora, cómo no, lo que hace su mano derecha. Sólo confiesa que entre sus defectos está el candor y entre sus sentimientos, el desengaño. Con esa pequeña chispa sentimental espera poner en marcha las rotativas absolutorias. Y puede que no se equivoque con su club de fans. Le perdonan porque ha pedido perdón, y si no lo hubiera pedido, también. Qué caray. Cuando hay buenos incentivos para perdonar, se perdona cualquier cosa.
Compareció en Ferraz para levantar una frontera ficticia. Su otro muro. Un muro para separar al partido que lidera del Gobierno que preside. Puso a un lado al PSOE, donde pudo hacerse alguna tropelía, ya se verá, y al otro lado, a salvo, protegido por fosas y alambradas, impoluto y limpio como recién pasada la lejía sobre las pruebas, al Gobierno. Como en la Canción del pirata de Espronceda, a un lado, Asia y al otro, Europa. Continentes distintos. La fosa de separación la hizo mar y habló del Gobierno como un proyecto político en el que todo fluye y las siglas no cuentan. Sánchez podía haber disuelto el PSOE, como hizo Yeltsin con el Partido Comunista, y a fe que habría sido capaz.
Circula de nuevo aquel Peugeot 407, porque uno tras otro sus pasajeros van camino del banquillo. ¡Sólo queda el uno! Lo que ha salido de aquel vehículo es para no echar gota. Pero tampoco pudo salir lo que salió, si no hubiera entrado antes. El presidente del Gobierno quiere hacernos creer que le acompañaron y le apoyaron, custodiaron sus avales y le sirvieron en el partido y en el Gobierno unos mangantes y pillastres de baja estofa que él tomaba por buenos, leales y honrados militantes. Pero lo que creemos es que Sánchez se rodeó de tramposos, porque es un tramposo. Los que meten dos votos de matute en una urna de primarias no se asocian por casualidad con el que intenta esconder una urna para cambiar una votación en el Comité Federal. Se juntan porque son iguales. Si su partido tuviera sangre en las venas, se rebelaría, pero necesita una transfusión.
Quiere jugar hasta el final, cuando todo corre en su contra. Frente a una salida más o menos digna y ordenada, prefiere alargar la agonía. Porque se abrirán más flores apestosas y después de esto no podrán tapar el hedor con la peste del bulo. A fin de cuentas, lo de Cerdán fue un bulo hasta hace dos minutos. Cuánto daño ha hecho que le inventaran a Sánchez el aura del resistente.